Elecciones en EEUU

El laberinto americano

EEUU se adentra a pasos agigantados en la vorágine de un nuevo periodo electoral en el que entran directamente en juego tanto su liderazgo mundial como el desencanto y el rechazo que rezuma el paí­s hacia la tradicional «clase polí­tica» que rige el destino de la superpotencia americana. Los sorprendentes resultados cosechados hasta ahora producen la sensación de que EEUU se ha metido en un complejo laberinto.

Finalizada la eterna precampaña electoral, los «caucus» que acabarán decidiendo quiénes serán los candidatos demócrata y republicano que, finalmente, concurrirán en noviembre a la lucha por la presidencia de Estados Unidos, están ofreciendo resultados sorprendentes. Como siempre, la competencia en ambos bandos es reñida y se libra como una batalla campal y sin concesiones. Pero, amén de esto, los resultados de los que ya disponemos apuntan, esta vez, a la posibilidad de que haya verdaderas sorpresas. Los candidatos de los aparatos de ambos partidos se están viendo sorprendidos por figuras imprevistas.

A un extremo y a otro del espectro político, candidatos que no contaban con el respaldo oficial de los aparatos demócrata y republicano, están obteniendo un respaldo imprevisto. Sobre todo en el campo republicano. Surgido, no de dentro, sino desde fuera y al margen de las estructuras del Partido, el multimillonario y mediático Donald Trump no solo sigue encabezando las preferencias de los republicanos en las encuestas, sino que ya ha obtenido un respaldo casi decisivo en los primeros caucus, a pesar de que sus declaraciones xenófobas y políticamente incorrectas no con del agrado de los mandamases del partido. Su discurso contra la minoría hispana, a favor de negar la entrada a los musulmanes, de admiración por Putin o en defensa del uso de las armas de fuego, ha dejado en un segundo plano, e incluso eliminado, candidaturas que en principio parecían destinadas a obtener un respaldo notorio, como la de Jeb Bush, hermano e hijo de presidentes. De hecho, a estas alturas, Trump ya solo tiene enfrente a un par de enemigos, que le siguen a bastante distancia. «Los «caucus» están poniendo en evidencia el enorme descontento que hay en el electorado de EEUU sobre la marcha de las cosas, tanto dentro como fuera del país»

El “fenómeno Trump” avanza irresistiblemente apoyado sobre una manipulación reaccionaria de la frustración real de una buena parte de los trabajadores blancos (e incluso de las clases medias) triturados en sus condiciones de vida y en sus expectativas sociales y vitales por la oligarquía financiera americana, necesitada de saquear tanto a los países que controla como a su propia población.

La gran incógnita sigue siendo si su recorrido puede llegar hasta el final, dado que sus propuestas políticas de conjunto difícilmente pueden ser aceptables para la gran burguesía norteamericana, o un sector de ella, como una línea alternativa a la de los demócratas representados por el tándem Obama-Hillary Clinton. Por eso no será de extrañar que el establishment del Partido Republicano vuelque aún todas sus energías y todos sus medios –que son muchos– en aupar a Marcos Rubio (o a Ted Cruz), hijos de inmigrantes cubanoamericanos con un discurso derechista clásico: favorables al libre mercado, en lo económico, sin las veleidades populistas sobre la sanidad universal o la subida de impuestos a Wall Street de Trump; alineados sin fisuras con los halcones vinculados al complejo militar industrial en política exterior, al contrario de las excentricidades de Trump; y partidarios de duras políticas contra la inmigración irregular, aunque sin caer en los extremos xenófobos y ofensivos de Trump.

¿Será capaz el aparato de dar todavía un vuelco a la situación y evitar el triunfo de Trump, un triunfo que no solo colocaría a EEUU en una grave encrucijada, sino que podría suponer un golpe de muerte para el propio partido republicano?

Tampoco en el Partido Demócrata las cosas están terminantemente claras, a pesar de que la candidatura de Hillary Clinton parece indiscutible… De hecho, un candidato surgido de la nada, Bernie Sanders, esgrimiendo un programa socialdemócrata y enarbolando la bandera del «socialismo democrático», ha logrado empatar en algunos «caucus» y vencer en otros pocos a la candidata «oficial» del partido. Sanders ha conseguido en cierto modo, y con sus escasos recursos, movilizar el vasto desencanto que hay en las filas demócratas ante la política de Obama y el incumplimiento de prácticamente todos sus compromisos electorales. En sus más de siete años de presidencia, Obama no ha cumplido ninguna de las promesas que forjaron su ilusionante presidencia: no ha cerrado Guantánamo, no ha acabado con las guerras de Irak y Afganistán, y el país está enfangado en una nueva guerra en Siria, tras perder el liderazgo en la región. Y en la política interna, no ha llevado a cabo casi ninguna de las reformas prometidas, mientras se sigue profundizando el abismo entre una minoría de ricos, inmensamente ricos, y una mayoría (en la que están incluidos cada vez más sectores de las antiguamente acomodadas clases medias) que se ven abocadas al declive, a la pobreza o que están en riesgo de creciente pauperización; ya, por ejemplo, no pueden ni pagar la enseñanza superior de sus hijos. No obstante el peso de estos argumentos, a estas alturas de la partida, la victoria de Hillary Clinton parece indudable y su ventaja parece más que suficiente.

Estos, en cierto modo, inesperados resultados (que aún no deben tomarse por definitivos), sí muestran, de forma clara, el enorme descontento que hay en el electorado de Estados Unidos sobre la marcha de las cosas. Tanto la situación de la clase media y de los trabajadores, vapuleados por la crisis, como el nuevo contexto internacional, en el que EEUU ya no es el líder indiscutido, están empujando al país a una evidente crisis de liderazgo, tanto interno como externo. Tras fracasar dos veces seguidas: primero con la línea belicista de Bush y ahora con la negociadora de Obama, cunde la incertidumbre sobre qué camino debe tomar la superpotencia americana. Y ello no hace sino poner en evidencia las dificultades y las contradicciones que en el plano interno provoca el declive de la hegemonía yanqui.Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, ha sido un axioma de la política norteamericana que el sistema requería la existencia de un 60% de la población “satisfecha”, disfrutando de unas condiciones de vida aceptables y la invisibilidad política del 40% de “insatisfechos” (negros, hispanos, blancos pobres, minorías marginadas…). Hoy, ese porcentaje del 60% de “satisfechos” se está reduciendo considerablemente, pero buena parte de ellos se niegan a ser invisibles políticamente. De ahí el éxito de movimientos como el Tea Party, la popularidad de personajes como Donald Trump o el alcance del mensaje radical contra Wall Street de Sanders.

La clase dominante norteamericana no sólo se enfrenta al complejo problema de cómo gestionar el declive de su hegemonía en el mundo, sino también al problema de cómo gestionar la creciente polarización y radicalización de su propia población.

En este contexto de decepción y rechazo, EEUU está metido en un verdadero laberinto, cuya salida, de momento, no se ve por ninguna parte. Los electores apuestan por las alternativas más radicales y consecuentes, pero eso no es lo que el sistema busca ni desea. Con lo que el conflicto está servido.

El problema es ¿qué hacer ahora? ¿Qué tipo de liderazgo necesita un país que, en la cumbre de su poder, se ha partido en dos mitades que propugnan soluciones totalmente opuestas a cada uno de los problemas, que ha perdido la iniciativa y el dominio exclusivo del mundo y que tiene un abismo en casa cada vez más profundo y cada vez más peligroso? ¿Es asumible la línea de Trump? ¿La solución es el continuismo de Clinton?

El descontento de los electores con la marcha del país está creando una situación nueva. Pero aún es pronto para saber qué rumbo van a tomar las cosas.

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