SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

El indulto del electorado (salvo Cataluña)

Feliz expresión de Francisco Sosa Wagner, cabeza de lista por UPyD: “La abstención es un indulto a los corruptos”. En mi modesta opinión, hay ciudadanos confundidos porque creen que no acudir a votar es tanto como castigar a lo que ellos denominan “la casta”, es decir, la clase dirigente política. Muy por el contrario, es un indulto a sus insuficiencias, prepotencias y villanías, que de todo hay en la viña del señor.

No ir a votar, abstenerse, es negarse a corregir los males del país, entre los que se encuentra la ausencia de discriminación: no se distingue a los que sirven a los ciudadanos de los que se sirven de ellos. Abstenerse es perdonar, es dejar hacer a los políticos, es no intervenir en el espacio público, es, en muchas ocasiones, una forma infantil, o poco madura, de entender el castigo que partidos y políticos puedan merecer. Es una abdicación de responsabilidades y de derechos.

Cierto que hay una abstención activa. Pero no computa. La baja participación, aunque se diga lo contrario, no siempre deslegitima. Simplemente, no cuenta y, por lo tanto, no existe. A diferencia del voto en blanco –que sí lo hace y que implica un grito de desafección–, el abstencionista se hace traslúcido, no se ve, no se siente. Ahonda, eso sí, la crisis de representatividad que presenta el sistema pero, salvo en Cataluña en donde la movilización (o no) en las urnas será un barómetro sobre el alcance del independentismo, en el resto de España importará una higa a los unos y a los otros.

Las elecciones europeas son propicias a la abstención. El histórico de la participación en estos comicios en España resulta preocupante. En 1999 fue del 63% (buena cifra), en 2004 del 45,1% (mala) y en las anteriores de 2009 del 44,9% (pésima). En Cataluña, las anteriores europeas registraron una abstención de más del sesenta por ciento. Desde el punto de vista democrático, estos porcentajes son miserables. Desde el punto de vista de los políticos, estas cifras resultan cómodas. Y lo son porque le ofrecen una suerte de impunidad: el que no vota, nada dice.

De ahí que el único lenguaje que entienden –y que los ciudadanos podemos articular– consiste en el ejercicio del voto. Bien moviéndolo hacia una dirección distinta a la anterior, bien perseverando en el que ya se emitió en las anteriores, bien dejando la papeleta en la urna pero impoluta, sin nombres ni apellidos, en muestra evidente de protesta.

De nuevo salvo en Cataluña, en donde la participación tendrá una expresividad especialísima, en el resto de España, los partidos no han subrayado con especial énfasis la conveniencia de votar el domingo. Hay una regla política en democracia que resulta casi indefectible: con baja participación las posiciones de los partidos oscilan poco, no propician cambios ni, mucho menos, vuelcos. Mantiene el statu quo, la situación.

Porque los votantes persistentes son los que anidan en los espacios ciudadanos donde el convencimiento y la militancia son impermeables a la crítica o el discernimiento. No ir a votar, por eso, es indultar. Libertad, por supuesto. Pero seamos lúcidos sobre las consecuencias de ejercitarla en un sentido proactivo (votar) o reactivo (no votar).

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