SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

El impuesto más injusto

Entre los acuerdos alcanzados en el marco del Pacto de Toledo se encontraba el compromiso asumido por todos los firmantes de actualizar las pensiones anualmente por el índice de precios al consumo. Aun cuando todas las formaciones políticas presentaron ante la opinión pública esta medida como muy positiva para los pensionistas y se vanagloriaron de ella, lo cierto es que resultaba un poco cicatera, porque lo único que garantizaba es que los jubilados no iban a perder poder adquisitivo, pero se les negaba cualquier mejora derivada de la participación en la productividad y en el crecimiento económico, a la que sin duda tienen derecho en la misma medida que los asalariados y los empresarios. Al fin y al cabo, la renta se incrementa por los trabajadores y por los empresarios, sin duda, pero también por los hoy jubilados que en su día pagaron impuestos con los que se han financiado los gastos en educación, en infraestructuras, en sanidad, en justicia y en tantas y tantas cosas que han colaborado a que la productividad vaya creciendo año tras año.

Pero esta actitud adoptada por los firmantes del Pacto Toledo que hemos calificado de cicatera se torna carroñera y expoliadora cuando se pretende, como en la reforma prevista, que las pensiones ni siquiera mantengan su poder adquisitivo. La medida de no actualizar la prestación por el índice de precios es una confiscación y un atropello equivalente a gravar a los jubilados con un impuesto adicional progresivo sobre su pensión (progresivo no en el sentido de progresividad fiscal sino porque va a aumentar el tipo anualmente). En la hipótesis de que la inflación sea del 2% anual, el impuesto será del 2% el primer año, del 4% el segundo, del 6% el tercero, del 10% a los cinco años y del 20% a los diez años.

Hace años en los libros de texto se solía afirmar que la inflación era en definitiva un impuesto, y de los más injustos porque se suponía que su coste recaía sobre los más humildes. Esta aseveración se suele repetir aún hoy en día y con bastante ligereza en los medios de comunicación social. La proposición tiene algo de verdad y mucho de mentira. Se asienta sobre distintas suposiciones todas ellas muy discutibles y, desde luego, en el momento actual falsas. Presupone que la inflación está causada por la actuación del Estado al financiar su déficit con la emisión de moneda. Pero hoy la creación del dinero pertenece en primer lugar al Banco Central y, en segundo lugar pero en mayor cuantía a las entidades financieras, y la financiación del déficit público no tiene por qué ser -y la mayoría de las veces no lo es- inflacionaria.

De hecho, ante el fenómeno de la inflación no tendría por qué haber perdedores o ganadores si todos los precios y rentas (incluyendo salarios y tipos de interés) se incrementasen en la misma cuantía. No obstante, esta teórica neutralidad casi nunca se da en la realidad, con lo que los distintos agentes económicos ganarán o perderán en el reparto de la renta nacional según hayan evolucionado sus ingresos y sus activos y sus pasivos respecto a los incrementos de precios.

La inflación perjudicará a los acreedores y beneficiará a los deudores, a no ser que en la determinación del tipo de interés se haya tenido en cuenta la tasa de inflación prevista; y la remuneración de los trabajadores reducirá su participación en la renta nacional en beneficio del excedente empresarial siempre que los costes salariales unitarios crezcan menos que los precios. En todos estos casos no podemos hablar de la inflación como un impuesto, sino más bien como un factor que traslada rentas de unos colectivos a otros.

Cosa muy distinta es el efecto sobre la retribución de los empleados públicos y las pensiones. Aquí siempre que no se actualizan por la tasa de inflación podemos hablar claramente de un impuesto, ya que en términos reales hay una transferencia de renta de estos colectivos a la hacienda pública.

Existe una especie de ilusión monetaria referente a la inflación y al presupuesto. Durante los años en los que en noviembre era obligatorio actualizar las pensiones por la desviación de la tasa de inflación se podían leer en la prensa titulares de este tenor: “La desviación del IPC costará más de x millones de euros en pensiones a las arcas públicas”. Subliminalmente se vertía la tesis de que la actualización de las pensiones crea problemas en el presupuesto. Se ocultaba que si una inflación mayor que la prevista incrementa el gasto público en pensiones, incrementa también y, seguramente en mayor medida, los impuestos, entre ellos las cotizaciones sociales, al ser el PIB nominal también mayor. Luego la desviación en la tasas de inflación no incide negativamente en el déficit publico sino todo los contrario.

Por la misma razón, si en el futuro no se produce tal actualización, el Estado obtendrá un beneficio a costa de los pensionistas. La recaudación fiscal se actualiza automáticamente de acuerdo con la subida de los precios. ¿Por qué no incrementar las prestaciones de los jubilados en la misma cuantía? La pretensión actual del Gobierno, y aplaudida por los expertos gubernamentales, de no actualizar las pensiones de acuerdo con el índice del coste de la vida constituye un verdadero expolio. ¿No es este el gravamen más injusto que puede aprobarse? ¿A quiénes se quiere destinar el trozo de tarta (renta) que se pretende quitar a los pensionistas?

En la actualidad, la sociedad se ha vuelto hipersensible en materia impositiva. Existe una repulsa generalizada y muchas veces injustificada a cualquier tipo de imposición. El Gobierno no se cansa de prometer que, en cuanto pueda, bajará los impuestos, en la creencia de que la medida será bien recibida por los electores, pero al mismo tiempo se plantea crear el tributo más inicuo que se pueda imaginar puesto que incide sobre el colectivo más débil, los pensionistas, y es de tal magnitud que promete condenar a medio plazo a la pobreza extrema a la mayor parte de este colectivo.

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