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El Cuento Español (I)

Cualquier ciudadano medio de Francia, de Alemania, de Dinamarca, de Italia, de Inglaterra…, dispone de una edición manejable y fiable de los cuentos populares de su paí­s. Hasta hace muy poco en España no hemos tenido esa opción, y nos hemos tenido que conformar con los Andersen, los Perrault o los Grimm, y, además, en versiones edulcoradas llenas de moralinas. Pero la realidad es que en cualquiera de nuestras regiones han subsistido preciosas versiones de Blancanieves, de Cenicienta, de Pulgarcito, de Barbazul, de Hí¤nsel y Gretel, de El prí­ncipe durmiente (que no princesa, en España), además de Blancaflor, La serpiente de siete cabezas y el castillo de Irás y no Volverás, Juanillo el Oso, La mata de albahaca, Piel de piojo… y así­ hasta doscientos cuentos por lo menos, con todas sus variantes regionales, que nada deben a sus homólogos extranjeros, sino que pertenecen desde siempre a nuestro patrimonio cultural.

Adentrarse en el maravilloso mundo de nuestros cuentos opulares, los cuentos que escucharon y contaron nuestras abuelas, como lo sería adentrarse en nuestras canciones populares, nuestros juegos infantiles o tantas otras manifestaciones de nuestra cultura tradicional, es adentrarse en el sustrato de lo que nos hace ser como somos, es penetrar el mundo fabuloso y mítico de nuestro inconsciente, donde se hallan latentes, codificados, los resortes de nuestra manera de ser. En nuestra cultura tradicional se hallan todavía vivas las aspiraciones y los temores de nuestros antepasados, su pensamiento y su forma de ver el mundo, que nosotros, todavía hoy, reproducimos inconscientemente. Vamos, pues, a realizar un viaje desde las hojas bañadas por el sol del presente, a través de la savia milenaria que las alimenta, hasta las raíces donde encuentran su sostén y su sustento. En el caso de nuestros cuentos, los españoles, éstos se hallan inscritos dentro de la tradición indoeuropea, el pueblo de pastores nómadas guerreros que ocupó Europa entre el cuarto y el primer milenio antes de Cristo y que está en el origen de lo que se ha dado en llamar “civilización occidental”. Indoeuropeos fueron los griegos, los romanos y todos los pueblos “bárbaros” que éstos conquistaron. En su estructura y contenido, los cuentos populares son los mismos desde Portugal hasta la lejana Rusia; son los mismos que recogió Perrault en el siglo XVII de las viejas criadas de palacio para entretener y despertar el rubor de las damas de la corte de Luis XIV, los mismos que recogieron los hermanos Grimm por toda Alemania en el siglo XIX en su apasionado afán filológico por encontrar las esencias del pueblo alemán y los orígenes del lenguaje, o los mismos que estudió, por primera vez de modo científico, Vladimir Propp en la Rusia revolucionaria.En todos ellos los científicos han constatado, como veremos en próximas entregas, que reflejan, desde su origen en el bajo Neolítico, la época de formación, de transición, de la nueva sociedad agraria, sedentaria, exógama y defensora de los derechos de propiedad privada y de su transmisión a hijos legítimos, desde un orden social distinto, el más arcaico de las sociedades tribales, nómadas, cazadoras, endógamas y practicantes de un comunismo primitivo, que entra en conflicto con la nueva sociedad. Semejante conflicto es el que explica la aparición de estos cuentos, a la vez que éste se ve reflejado en ellos. Todos ellos son portadores de mensajes civilizadores surgidos durante este período clave para la humanidad. Todos ellos son portadores de códigos arcaicos, ocultos, que hoy ya todos tenemos interiorizados, latentes en nuestro inconsciente, pero que en algún momento tuvieron que ser racionalizados y asimilados: las relaciones conflictivas con los padres, la búsqueda de pareja, el extrañamiento del hogar o la mayoría de edad, la propiedad privada hereditaria, mensajes contra el rapto, el incesto o la violación, claves de bóveda, todos ellos, para el funcionamiento de nuestra sociedad. Pero seguramente sería aún más interesante constatar que en las particularidades de nuestros cuentos populares se hallan también reflejados aspectos sustanciales, ancestrales, de nuestra propia cultura. Las sociedades mediterráneas que fueron sometidas por los pueblos indoeuropeos, también neolíticas, practicantes de la agricultura y matriarcales, tenían también una forma propia de percibir, entender e interpretar el mundo que, posiblemente, todavía hoy, ejerce un influjo sobre nosotros difícil de calibrar. Podremos intuir, por ejemplo, en Blancaflor, la heroína original y por excelencia de nuestros cuentos, hija del diablo, maga y hechicera que le arrebata el protagonismo al héroe tomando ella la iniciativa en el punto crucial del relato, el nexo de unión que la pone en contacto con la antigua diosa que veneraron los antiguos pueblos mediterráneos. En un mundo como el de hoy, en el que los medios de comunicación de masas, controlados por unos pocos centros de poder, se han convertido en los principales y casi únicos difusores de cultura, la importancia que tiene el tener conciencia de estas “otras” manifestaciones culturales, que han sido y son, al fin y al cabo, las de los dominados y oprimidos a lo largo de la historia, seguramente es mayor de lo que imaginamos. Y es que lo que no está unido a sus raíces, como a la pobre María Sarmiento, se lo acaba llevando el viento.

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