El comandante en jefe encubierto

«El estilo de liderazgo de Obama -y la continuidad de sus polí­ticas de seguridad nacional con las de su predecesor, George W. Bush- ha dejado a amigos y enemigos cavilando. ¿En qué se ha convertido el estilo del «cambio en que podemos creer», que mostró como candidato? La respuesta puede ser que ha desaparecido en el mundo secreto de las presidencias post 11-S. Obama ha devorado inteligencia desde el dí­a en que asumió el cargo».

Tal vez el nivel de comodidad de Obama con su apel en la inteligencia ayuda a explicar por qué no ha hecho el trabajo en otras partes tan bien. A él le gusta tomar decisiones en privado, donde su autoridad como comandante en jefe no se diluye. Le gusta la información como materia prima, tan detallada como sea posible, y se impacienta escuchando huecos debates políticos. A él le gusta la acción, especialmente cuando no deja huellas dactilares. Lo que no le gusta a este presidente –y le va mal– es la negociación política. Estados Unidos es afortunado de tener un presidente que es experto en inteligencia. Pero es necesario, además, un líder que pueda sacar al país de las sombras hacia la luz. (THE WASHINGTON POST) LA JORNADA.- En el ámbito geopolítico, la concentración casi exclusiva de Washington en el combate al terrorismo internacional terminó por producir una incapacidad de su parte para comprender una realidad mundial multipolar mucho más compleja que el agrupamiento faccioso entre el bien y el mal que defendía el propio Bush. Como consecuencia de ello, Estados Unidos ha enfrentado, en estos años, una disminución en su proyección internacional que se refleja en su nula capacidad para mediar en inveterados conflictos; en la actitud cuando menos errática que asumió ante la ola de transformaciones vividas recientemente en el mundo árabe, y en el enfriamiento de sus relaciones con Europa y con el conjunto de economías emergentes –Brasil, Rusia, India y China– que ejercen, hoy por hoy, un contrapeso a los afanes hegemónicos de la Casa Blanca. EEUU. The Washington Post El comandante en jefe encubierto David Ignatius Es una anomalía interesante de la presidencia de Barack Obama que este demócrata liberal, conocido antes de las elecciones de 2008 por sus opiniones contra la guerra, haya estado tan cómodo organizando las guerras secretas de Estados Unidos. El estilo de liderazgo de Obama –y la continuidad de sus políticas de seguridad nacional con las de su predecesor, George W. Bush– ha dejado a amigos y enemigos cavilando. ¿En qué se ha convertido el estilo del "cambio en que podemos creer", que mostró como candidato? La respuesta puede ser que ha desaparecido en el mundo secreto de las presidencias post 11-S. Obama ha devorado inteligencia desde el día en que asumió el cargo: ha acelerado el ritmo de los ataques de aviones teledirigidos Predator en Pakistán a partir de 2009. Estuvo de acuerdo con la atrevida incursión en Abbottabad que mató a Osama bin Laden el 2 de mayo. Antes de los discursos más importantes, como el famoso discurso de El Cairo en abril de 2009, incluso ha pedido el asesoramiento de analistas de inteligencia. El presidente hizo el papel de maestro de espías la semana pasada, después de que apareciera como "amenaza creíble" un complot con coche bomba de al-Qaeda contra Nueva York y Washington. El encargado de las agencias de inteligencia pulsó todas sus fuentes, y decidió una liberación rápida y amplia de la información a los organismos policiales de todo el país, para que pudieran participar en la redada. Obama envió como muestra al vicepresidente Biden de testaferro en la mañana del viernes la televisión. Obama es el comandante en jefe de las operaciones encubiertas. La bandera de "misión cumplida" que ondeaba en los discursos de su predecesor no son cosa de Obama, aunque su reacción pública a la muerte de bin Laden fuera relativamente parecida. Viendo a Obama, el hombre reticente, esquivo, cuya doble identidad aparece reflejada en "Sueños de mi padre", uno no puede dejar de preguntarse si tiene una afinidad por el mundo secreto. Es opaco, a veces desesperantemente, en la forma que lo es un agente de inteligencia. La inteligencia es sin duda un área en la que el presidente se muestra confiado y audaz. James Clapper, el director de inteligencia nacional que ha estado dirigiendo las agencias de espionaje durante más de 20 años, se refiere a Obama como "un usuario fenomenal y entendedor de la inteligencia." Cuando los escritos de Clapper llegan al presidente cada mañana, traen material extra para alimentar el hambre de información del presidente. Este es un presidente, también, que utiliza su autoridad para llevar a cabo acciones encubiertas. El predecesor de Clapper, el almirante Dennis Blair, perdió su favor, en parte, porque trató de interponerse en la cadena de acciones encubiertas. Invadiendo el terreno de Obama, al que sus asesores dicen ver como formando una sociedad única con la CIA. Otro signo de la predilección de Obama por el mundo secreto fue su decisión de designar a David Petraeus como director de la CIA. El presidente parecía deseoso de poner las operaciones de inteligencia y paramilitares bajo el mando del comandante militar más famoso de la nación, a medida que él retira tropas uniformadas de Irak y Afganistán. Bob Woodward, en "La guerra de Obama", describe cómo el presidente electo valoró los secretos más sensibles de la nación el 6 de noviembre de 2008, dos días después de la elección. "Estoy heredando un mundo que podría estallar en cualquier momento, en media docena de maneras", dijo a un ayudante más tarde. Obama inmediatamente comenzó a dominar las herramientas de lucha contra el terrorismo. La primacía más clara de la inteligencia fue en el ataque de Abbottabad. Thom Shanker y Eric Schmitt del New York Times describen en su nuevo libro, "Counterstrike" cómo Obama se presentó el 28 de abril con tres opciones – el helicóptero de asalto en el complejo, el ataque de un Predator más seguro o la espera de más información para verificar la presencia de Bin Laden. Después de deliberar durante 16 horas, Obama eligió la primera opción, la de mayor riesgo. Tal vez el nivel de comodidad de Obama con su papel en la inteligencia ayuda a explicar por qué no ha hecho el trabajo en otras partes tan bien. A él le gusta tomar decisiones en privado, donde su autoridad como comandante en jefe no se diluye. Le gusta la información como materia prima, tan detallada como sea posible, y se impacienta escuchando huecos debates políticos. A él le gusta la acción, especialmente cuando no deja huellas dactilares. Lo que no le gusta a este presidente –y le va mal– es la negociación política. Es tan malo negociando como lo seria, digamos, George Smiley. Si los apartados políticos de su trabajo a veces parecen poco interesantes para él, tal vez sea porque parecen triviales en comparación con las actividades secretas que dirige todas las mañanas. Si la política económica pudiera ser al menos ejecutada con la misma frialdad y limpieza con la que actúa un Predator. Hay una seducción en el mundo secreto, que durante generaciones ha cautivado a los presidentes y sus asesores. Es más fácil tirar de las palancas en la oscuridad, tocando las teclas de lo que un funcionario de la CIA una vez llamó la "Poderosa Pianola" de la acción encubierta. La política es un proceso mucho más desordenado – de operaciones abiertas, en que hay que fabricar acuerdos con matones y fanfarrones. Pero esa es la parte del trabajo que Obama debe aprender a dominar si quiere un nuevo mandato. En este aniversario del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos es afortunado de tener un presidente que es experto en inteligencia. Pero es necesario, además, un líder que pueda sacar al país de las sombras hacia la luz. THE WASHINGTON POST. 11-9-2011 México. La Jornada El 11-S, a 10 años El mundo asiste hoy a la conmemoración de la primera década de los ataques terroristas que destruyeron la sede neoyorquina del World Trade Center y parte del edificio del Pentágono; que segaron más de 3 mil vidas inocentes y que significaron el acto inaugural de un periodo de regresión en la libertad, la seguridad, la paz y la tolerancia, y el remplazo del elemental sentido de justicia por la venganza contra culpables reales o supuestos. Luego de los atentados ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, y con el pretexto de fortalecer la seguridad de su país y sus conciudadanos, el ex presidente George W. Bush ordenó el bombardeo de Afganistán y la posterior ocupación de ese territorio; emprendió un severo recorte de las libertades individuales y de los derechos humanos en el marco legal estadunidense a través de la llamada Ley Patriota; recurrió a la mentira, la amenaza y el chantaje –quienes no estén con nosotros están con nuestros enemigos– para involucrar a sus aliados en una cruzada contra el terrorismo internacional y, a finales de marzo de 2003, atacó Irak y acabó hundiendo a su propio gobierno y a los de quienes lo respaldaron en una aventura bélica ilegal, colonialista, devastadora y contraproducente. El saldo desastroso de esas agresiones asciende hasta ahora a cientos de miles de muertes –entre los que se cuentan unos 6 mil soldados estadunidenses y más de un millar de otras nacionalidades–, daños materiales incalculables y una situación de catástrofe equiparable a la extinción nacional tanto en el país mesoriental como en el centroasiático. En retrospectiva, este saldo resulta demasiado elevado en función de los resultados obtenidos por la cruzada de Bush y sus aliados, y hoy, a pesar de la fragmentación y dispersión de Al Qaeda –presunta responsable de los atentados del 11-S– y de la muerte de su supuesto líder, Osama Bin Laden, en mayo pasado, el fenómeno del terrorismo como tal sigue vivo y se ha extendido a lo largo y ancho del orbe. Por añadidura, no obstante la conversión de los aeropuertos del mundo en cuarteles de alta seguridad, de la proliferación de membretes y oficinas de seguridad e inteligencia en la nación vecina, la tranquilidad plena de ese país no ha podido recuperarse, como se demuestra con el temor, presente en las autoridades y la población estadunidenses, sobre amenazas creíbles de atentados durante los actos conmemorativos de hoy. En el ámbito geopolítico, la concentración casi exclusiva de Washington en el combate al terrorismo internacional terminó por producir una incapacidad de su parte para comprender una realidad mundial multipolar mucho más compleja que el agrupamiento faccioso entre el bien y el mal que defendía el propio Bush. Como consecuencia de ello, Estados Unidos ha enfrentado, en estos años, una disminución en su proyección internacional que se refleja en su nula capacidad para mediar en inveterados conflictos, como los que persisten entre Israel y Palestina y entre las dos Coreas; en la actitud cuando menos errática que asumió ante la ola de transformaciones vividas recientemente en el mundo árabe, y en el enfriamiento de sus relaciones con Europa y con el conjunto de economías emergentes –Brasil, Rusia, India y China– que ejercen, hoy por hoy, un contrapeso a los afanes hegemónicos de la Casa Blanca. La gestión de Barack Obama arrancó con la consigna de remontar la bancarrota moral, política, diplomática y económica que supuso la era Bush para Estados Unidos, y en esa lógica el actual presidente ensayó algunos giros en el discurso, emitió mensajes de distensión hacia el mundo árabe y anunció la decisión todavía no concretada de poner fin a las guerras emprendidas por su antecesor. En tal contexto, tras el ajusticiamiento de Osama Bin Laden y con el inicio del retiro de tropas en Irak y Afganistán, da la impresión de que el actual gobierno pretende cerrar un ciclo iniciado con los atentados de hace hoy 10 años y dar por superado ese oscuro periodo de la historia mundial. Tal propósito es improcedente, habida cuenta de que persisten, bajo la administración del político demócrata, algunas de las atrocidades que caracterizaron la cruzada de su antecesor republicano tras los ataques del 11-S: la operación del campo de concentración de Guantánamo –en lo que constituye un incumplimiento de una de las principales promesas de campaña del hoy mandatario–, la continuación de las medidas emanadas de la Ley Patriota, los juicios militares de sospechosos de terrorismo y la detención indefinida de éstos, por citar algunos de los elementos más ominosos. Los retos que enfrenta el mundo de hoy son distintos e incluso más complejos que los de hace una década, y es posible que otros sucesos ocurridos en el transcurso de estos años –como la crisis económica iniciada en 2008 y todavía vigente– terminen por incidir en el curso político y económico planetario en forma tanto o más radical que los ataques que se conmemoran en esta fecha. Pero en lo inmediato es necesario que el gobierno de Washington ponga fin a las inercias nefastas heredadas de su antecesor a raíz de esos hechos; rehúya las prácticas imperialistas y arbitrarias que provocan la proliferación de sentimientos antiestadunidenses en el planeta, y esclarezca y sancione los crímenes de guerra cometidos en el contexto de la venganza por los atentados. Sólo entonces el mundo estará en posición de considerar al 11-S y su estela de barbarie como parte del pasado. LA JORNADA.- 11-9-2011

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