SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

El caso de los catalanes

Un grupo de diputados británicos ha presentado una moción para felicitar al pueblo de Catalunya por su fiesta nacional, alabando el espíritu pacífico y democrático de la Via Catalana del pasado día 11. (Una iniciativa de 12 diputados del Labour, el partido Liberal-Demócrata, nacionalistas escoceses y galeses y un representante del Ulster). El primer ministro de Letonia, Valdis Dombrovskis, se declara partidario de reconocer la independencia de Catalunya si esta es resultado de un proceso legítimo. El primer ministro de Lituania, Algirdas Butkevicius, presidente de turno de la Unión Europea, defiende el derecho de autodeterminación, sin precisar que haría su país en caso de independencia catalana. Los diputados de la Liga Norte acuden al Parlamento italiano con la bandera independentista catalana en sus camisetas. El embajador de Irlanda en España, Justin Harman, testigo presencial de la agresión fascista durante la celebración de la Diada en la sede de la Generalitat de Catalunya en Madrid. Las dos publicaciones anglosajonas de referencia en el campo económico, Financial Times y The Economist hablan estos días de Catalunya. El FT abogaba en su editorial del pasado viernes por un “federalismo asimétrico” y The Economist titula un artículo afirmando que lo único que pueden perder los catalanes son sus cadenas.

Retrato de los últimos cinco días. Llevo casi diez años en Madrid, he asistido a dos cambios de Gobierno, he visto a un presidente lívido, cambiando bruscamente de política económica tras haber sido amonestado por la cancillería de Berlín, la Casa Blanca y el Presidium del Partido Comunista Chino, he visto como estallaba la Gran Burbuja, he paseado por la ciudad fantasma de Seseña, he sido testigo de discusiones políticas tremendas, ha oído cosas que vosotros no creeríais en las emisoras episcopales (radio y televisión), he visto multitudes enfurecidas cerca de la Puerta de Alcalá, pero ningún curso había comenzado como este. Ninguno. El caso de los catalanes comienza a circular por Europa, como lo hizo durante buena parte del siglo XVIII.

El moción de Westminster no cuenta con el apoyo del Partido Conservador y con ello David Cameron se evita la apertura de un segundo conflicto diplomático con España después del verano de Gibraltar. Veremos cómo acabará la votación. La señal, sin embargo, ya está enviada. Desde hace meses, algunos de los principales medios de comunicación británicos simpatizan con la causa catalana. Le prestan atención y subrayan su carácter ‘democratista” y su incierto paralelismo con la cuestión escocesa, que será sometida a referéndum dentro de un año. Hablar de Catalunya es una manera de subrayar la manera británica de hacer las cosas.

La convocatoria del referéndum escocés en 2014 no sólo ha sido una pragmática decisión de política interior (lo más probable es que gane el no a la independencia); también es un gesto desafiante al resto de Europa: a ver quién se atreve, al otro lado del canal de la Mancha, a someter a votación la unidad nacional.

La relación política entre Londres y Madrid vuelve a ser mala, pese a los intensos intercambios comerciales entre ambos países. Gran Bretaña desea mantener el control militar del estrecho de Gibraltar por largo tiempo, viendo como el Mediterráneo vuelve a ser un mar en llamas. A Londres le interesan los problemas del sur de Europa en la medida que resaltan las contradicciones de la zona euro y los puntos débiles de la hegemonía germánica en el continente. Y de alguna manera Londres está en deuda con Catalunya por culpa de Gulliver y Robinson Crusoe.

Es una historia sólo conocida por los historiadores de la Guerra de Sucesión y por los apasionados del 1714 catalán, eficazmente divulgado por el escritor Albert Sánchez-Piñol con la novela ‘Victus’, que, al parecer, el presidente Mariano Rajoy ha leído durante sus vacaciones de agosto. Como es sabido, la Guerra de Sucesión por el trono de España, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, fue una verdadera guerra europea en la que se enfrentaron intereses comerciales, ambiciones territoriales y dos concepciones relativamente distintas de la monarquía absoluta: la opción de los Borbones franceses por una fuerte centralización del poder político y una cierta predisposición de los Habsburgo al pacto con las viejas leyes y constituciones territoriales. Centralistas y pactistas. París y Viena (después, Viena-Budapest).

Contrarios a la hegemonía francesa en Europa, los ingleses apoyaban a los Habsburgo, pero tampoco querían un gran dominio de Austria. En 1711, Londres abandonó la alianza antiborbónica para pactar en secreto con Felipe V. Un año antes, en 1710, había subido al poder el partido tory, abriéndose un gran debate nacional sobre la participación de Inglaterra en la guerra europea por el trono de España. Fue una de las primeras grandes batallas de opinión pública en Europa; una campaña de opinión en la que Gulliver y Robison Crusoe abogaron por dejar solos a los catalanes.

Me explico. Dos reconocidos escritores ingleses con ganas de influir en la sociedad de su tiempo, Jonathan Swift (autor de “Los viajes de Gulliver”) y Daniel Defoe (autor de “Robinson Crusoe”), tomaron partido por el abandono de la coalición austriacista. Un panfleto de Swift titulado ‘El comportamiento de los aliados’ (1711), en el que se afirmaba que el partido whig (liberal) habían prolongado la Guerra de Sucesión española mirando sólo a sus propios intereses, motivó la dimisión de John Churchill, primer duque de Malborough, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas británicas (protagonista de la canción popular “Mambrú marchó a la guerra”).

Inglaterra abandonó a los austriacistas y se lo cobró: acceso naval a los mercados americanos, entrega anual de 4.000 esclavos negros (durante 30 años) en Río de Plata, y más tarde, la roca de Gibraltar y la isla de Menorca (el valioso puerto natural de Maó, uno de los mejores del Mediterráneo), en el Tratado de Utrecht.

Barcelona, bajo presión del brazo popular (comerciantes, artesanos, bajo clero…), decidió resistir y fue derrotada en septiembre de 1714. Meses antes, en abril, se había producido en el Parlamento británico una dura discusión entre conservadores (torys) y liberales (whigs) a propósito de la cuestión de Catalunya. Los liberales acusaban a los conservadores de haber abandonado a los catalanes a su suerte. Al cabo de unos meses se publicaron en Londres dos folletos titulados “El caso de los catalanes” y “La lamentable historia de los catalanes” con ásperas lamentaciones sobre el abandono británico. Al iniciar sus negociaciones con Felipe V, los ingleses habían pedido al nuevo rey español que respetase las leyes catalanas. El Borbón se negó en redondo. Como máximo podía prometer una amnistía. Esa fue su respuesta:

“Por esos canallas, esos sinvergüenzas, el rey no otorgará jamás sus privilegios, pues no sería rey si lo hiciera, y esperamos que la reina [de Inglaterra] no nos los quiera exigir. […] Sabemos que la paz os es tan necesaria como a nosotros y no la querréis romper por una bagatela”.

Los ingleses siguieron insistiendo, cada vez con menos intensidad. Cuando en 1715, el partido whig regresó al poder, mandó elaborar un informe sobre lo ocurrido, cuya conclusión fue que los catalanes fueron “abandonados y dejados en manos de sus enemigos contrariamente a la fe y el honor”. Algunos de los negociadores con Felipe V fueron encausados. Demasiado tarde, Barcelona ya había capitulado.

Más de doscientos años después, el primer ministro británico Winston Churchill se acordó de Barcelona cuando vio los aviones nazis bombardear Londres. En un llamamiento a la población, pidió que los londinenses resistiesen los bombardeos como lo había hecho “el valiente pueblo de Barcelona” durante la Guerra Civil española. Es verdad, existe un cierto nexo sentimental entre Londres y Barcelona. Pero tampoco se pueden olvidar estas otras palabras de Churchill: “Gran Bretaña no tiene amigos; tiene intereses”.

Agradecidos por la inspiración báltica de la Via Catalana, los primeros ministros de Letonia y Lituania han hecho declaraciones muy amables con la causa catalanista, que han puesto nervioso al Gobierno español. El ministro de Exteriores ha llamado a consultas al embajador letón en España y el ministro de Economía, Luis de Guindos, tuvo que recordar ayer que Catalunya no es un país báltico. Quizá sea interesante recordar ahora una apreciación del ex presidente Jordi Pujol en el momento de las independencias bálticas, a principios de los años noventa: “Catalunya podría ser como Lituania, Estonia o Letronia, pero España no es la URSS”.

Pujol quería decir que Catalunya podía aspirar legítimamente a la independencia, pero que España no era un imperio en descomposición. Principios de los noventa, en vísperas de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla, la Capitalidad Cultural de Madrid y el Quinto Centenario del Descumbrimiento de América. Efectivamente, la gran mayoría de los procesos de independencia en Europa han sido consecuencia de la crisis o la descomposición de viejos y nuevos imperios. Los países bálticos, por otra parte, tenían todo el apoyo de Estados Unidos y de los principales países europeos, interesados en un rápido avance de la zona de influencia de la OTAN en el Este de Europa.

Los bálticos son simpáticos. Los padanos, no. A la Catalunya independentista le ha salido un aliado francamente incómodo en el actual contexto europeo. Catalunya se ha convertido en el nuevo punto de referencia de la Lega Nord italiana, el movimiento autonomista, de tintes populistas y xenófobos, que desde hace más de veinte años tiene un importante protagonismo en las regiones septentrionales de Italia. El pasado Onze de Setembre, los diputados de la Liga acudieron al Parlamento de Montecitorio, en Roma, con unas camisetas con la bandera estelada.

La Liga Norte fue fundada en 1991 –atención al dato, el mismo año de la desintegración de la URSS y del inicio de una nueva fase en la historia de Europa- como unificación de una serie de ligas regionales que venían existiendo desde los años setenta y ochenta. Recuerdo haber visto carteles del autonomismo véneto durante mi primer viaje a Italia, en 1974. Parecía algo absolutamente marginal, en un país totalmente polarizado por los grandes combates políticos e ideológicos entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano.

Lo marginal, sin embargo, hay un día que se desplaza hacia el centro de la escena. Al agotarse la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS, en Italia se produjo un gran vacío, acelerado por el proceso Mani Pulite contra la corrupción política. El Partido Socialista desapareció; la Democracia Cristiana se fragmentó en tres grupos o cuatro grupos; y el PCI cambió de nombre (Partido Democrático de la Izquierda). Mucha gente quedó desorientada y con pocas ganas de entregar el poder a la izquierda postcomunista. El enorme vacío dejado por la DC lo ocuparon dos fuerzas: la Liga Norte y el nuevo movimiento Forza Italia, del empresario Silvio Berlusconi.

En las ricas ciudades y pueblos del arco prealpino, del Piamonte al Véneto, la Liga Norte obtuvo en los años noventa resultados espectaculares. Era el nuevo partido del “territorio”; el partido de los pequeños empresarios, los comerciantes y los trabajadores autónomos que se sentían esquilmados por el fisco y amenazados por el poder sindical. Veían Roma como una cueva de ladrones e identificaban el sur con dos males endémicos de Italia: el clientelismo y la Mafia. Ellos trabajaban; los otros vivían del cuento o robaban. Ese era su estereotipo. Si himno: ‘Va pensiero’, la magnífica pieza de coro del tercer acto del ‘Nabucco’ de Verdi.

El fundador de la Liga Norte es Umberto Bossi (1941), un viajante de comercio dotado de un gran instinto político y de una voz ronca de camionero. En los noventa devino una celebridad nacional. Sabía ganarse la confianza de la gente. La Liga era el ‘partido de la pizzeria’. Cuando no estaba en Roma, Bossi se reunía con sus simpatizantes en una pizzería. Cada noche en un pueblo distinto. Y en la capital rompió el ritmo de los programas de debate político en televisión. La mayoría de los políticos hablaban ‘politichese’ (una densa jerga profesional compartida con los periodistas); Bossi, por el contrario, hablaba como el empleado de la gasolinera o el dueño de la pizzería de Brescia. Luego vino Silvio Berlusconi, que hablaba como un vendedor de aspiradoras, y toda la política italiana sufrió una convulsión tremenda. Fijémonos bien. Italia siempre nos dice cosas por adelantado. De una manera confusa y muy teatral, siempre va por delante. Ahora, Beppe Grillo habla el lenguaje excitado, acelerado y demiúrgico de las redes sociales: todo parece posible con un simple clic con el ratón del ordenador.

La Liga se ancló en su territorio y pactó con Berlusconi, tras una primera crisis, en la que Bossi descubrió que el millonario de Milán trataba de comprar a sus diputados. Ajustaron cuentas y la Liga ha garantizado a Berlusconi un fuerte y sostenido dominio electoral del centro derecha en el norte de Italia. Este es un factor importante para comprender la evolución de este país en las dos últimas décadas: la izquierda se halla muy debilitada en el norte de Italia, pese haber conquistado últimamente la alcaldía de Milán. Todo el arco prealpino, con algunas excepciones, sigue siendo de la Liga. Bossi tuvo que dimitir hace más de un año al descubrirse corrupción en las cuentas de su partido –el caso afectaba a uno de sus hijos-, y todo parecía indicar que la legendaria Lega de los años noventa entraría en un fuerte declive, ante el empuje del nuevo populismo de Beppe Grillo y el ‘partido de Internet’. En las últimas elecciones (febrero 2013), aguantaron más de lo que se esperaba y en estos momentos presiden las tres regiones principales del norte: Piamonte, Lombardia y Véneto. Su nuevo líder, Roberto Maroni, presidente de la Lombardia, propugna la creación de una superregión septentrional –el Gran Nord, le llama-, aliada con las regiones austríacas y con Baviera.

Siempre recordaré lo que me dijo en una ocasión el ex líder socialista Bettino Craxi, en una entrevista para La Vanguardia (28 de febrero de 1999) en Hamammet (Túnez), donde vivía huido de la justicia italiana. “La Liga Norte ha sido financiada por la CSU de Baviera para ensanchar la influencia germana en Europa y debilitar a Italia, a la que quieren ver de nuevo fragmentada”.

En los años noventa, la Liga intentó establecer contacto con la política catalana. Umberto Bossi viajó a Barcelona sin obtener grandes resultados. Jordi Pujol se negó a recibirle. (Pujol conoce demasiado bien la historia de Italia como para meterse en ese berenjenal). Por el contrario, algunos dirigentes de Esquerra Republicana, cuando el partido estaba dirigido por Àngel Colom, se mostraron interesados por la Liga. Hubo contactos. El actual líder de ERC, Oriol Jonqueras, conoce muy bien Italia, puesto que cursó sus estudios secundarios en el Liceo Italiano de Barcelona. No es probable que se deje fotografiar en compañía quienes han impregnado sus reclamaciones autonomistas con un discurso xenófobo intolerable, que en los últimos meses llegó al extremo de calificar de “orangután” a la ministra de Igualdad de Italia, Cécile Kyenge, nacida en la República Democrática de Congo.

La Liga necesita llevar camiseta catalana; la Via Catalana debería mantenerse lejos de Umberto Bossi y olvidarse de aquellos coqueteos de ERC.

La Padania es un invento (Italia la unificó en 1860 la burguesía industrial del norte). Catalunya es una compleja realidad histórica de la que ya se hablaba hace trescientos años en todas las cancillerias europeas. “El caso de los catalanes”, aquel lamento inglés.

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