En el seno del G-20 se está desatando una lucha soterrada que refleja los profundos cambios en el tablero mundial, principalmente entre una superpotencia norteamericana que empieza a saborear el amargo trago del ocaso imperial y unas potencias emergentes, capitaneadas por China, llamadas a protagonizar el futuro.
Tras largas horas de discusión, la cumbre del G-20 celebrada en la localidad norteamericana de Pittsburg ha concluido exhibiendo muy ocos logros tangibles. Mucho se esperaba de este nuevo foro económico, que agrupa el 90% del PIB mundial. Algunos se atrevían a vaticinar que este “gran acuerdo global” conduciría, no ya a una salida común a la crisis, sino incluso a la “reforma del capitalismo”. Pero -como no podía ser de otra manera en una época de crisis, donde descargar las pérdidas sobre los demás se convierte en la principal obsesión-, la lucha ha presidido incluso la firma de los acuerdos. Mucho se ha hablado de la necesidad de que la cumbre de Pittsburg colocara los cimientos de “un nuevo orden financiero mundial”. Pero ese nuevo orden económico global se va abriendo paso, no ya por el poder de las leyes sino por la más contundente fuerza de los hechos. Basta echar una ojeada a los profundos cambios en el ranking del poder financiero global operados en los últimos años. En 1999, diez de los 18 mayores bancos del planeta eran norteamericanos. Una década después, la nómina se ha reducido a cuatro, y los tres primeros lugares los ocupan bancos chinos. El declive imperial norteamericano, convertido gracias a la catastrófica herencia de Bush en una suerte de ocaso imperial, y la emergencia de nuevos centros de poder procedentes del Tercer Mundo, es en el terreno económico una auténtica tromba, que el estallido de la crisis no ha hecho sino agudizar en su velocidad y profundidad. El G-20 está recorrido por este contradicción principal. De hecho, su misma gestación como gran foro económico mundial es una de sus expresiones más visibles. Por primera vez, países como China, India o Brasil se sentaban al lado de las grandes potencias tradicionales en la mesa donde se estaba decidiendo el futuro del mundo. La cumbre de Pittsburg ha supuesto un paso más en este camino. La resolución final eleva al G-20 a la categoría de principal foro económico mundial, en detrimento del G-8. Y uno de los principales resultados prácticos que la cumbre puede ofrecer es el incremento de los derechos de voto en el FMI otorgados a los principales países emergentes. Las potencias tradicionales cederán un 5% de sus derechos de voto en el FMI (y un 3% en el Banco Mundial) a países como China, India o Brasil. Pero el reparto de estas “pérdidas” no es equitativo. EEUU ha esgrimido su látigo de superpotencia para imponer que el inevitable reconocimiento del mayor peso de los países emergentes vaya en detrimento de los vasallos y no del emperador. Serán los países europeos dependientes de EEUU -y no Washington, que conservará el 17% de los votos y la capacidad de veto- quienes verán disminuida su representación en el FMI o el Banco Mundial. Una muestra más de la cada vez mayor irrelevancia europea, emparedada entre la emergencia china -que le come terreno a marchas forzadas- y los lazos de dependencia hacia Washington -que le obligan a cargar con buena parte de las pérdidas del imperio-. La cumbre del G-20 ha sido un nuevo episodio del enfrentamiento entre el imperio -en ocaso pero conservando el cetro global- y los nuevos centros de poder mundiales encabezados por China. Y esa batalla no está siempre presidida por la suavidad diplomática. Pocos días antes de reunirse en Pittsburg, Washington descargo sus armas contra China, imponiendo draconianos aranceles a la entrada en el mercado norteamericano de neumáticos chinos. Una más de las barreras proteccionistas desplegadas contra las mercancías chinas, infinitamente más competitivas. Asimismo, Obama ha impuesto que en el documento de conclusiones de la cumbre se haga mención a la necesidad de “poner al mundo en el camino de un crecimiento más sostenible, más equilibrado”. Bellas palabras que esconden el deseo norteamericano por reducir su inabarcable déficit, cargando la factura sobre el resto del mundo a través de mecanismos financieros, por ejemplo obligando a China a apreciar su moneda. La respuesta de Pekín ha sido contundente. En uno de los editoriales del Diario del Pueblo (órgano oficial del PCCH), titulado significativamente “Obama sacrifica los intereses chinos”, el gobierno chino advierte a Washington que “la China de hoy tiene poderío suficiente para hacer pagar el precio a aquellos que miran a menos sus intereses. Debemos tener en la mano más cartas de respuesta a fin de jugarlas en momentos claves para que sepan que China es contundente”. Puede decirse más claro, pero no más alto. Al igual que Bush, Obama tiene un problema con China. Intenta encuadrarla en el redil ofreciéndole mayor cuota de participación en organismos mundiales claves como el G-20, el FMI o el Banco Mundial. Pero Washington exige a cambio que Pekín acepte la hegemonía norteamericana. Y necesita, cada vez de forma más imperiosa, trasladar parte de la factura de la crisis a China si no quiere perder todavía más peso económico global. China ha demostrado que no esta dispuesta a aceptar ninguna de las dos cosas.