El presidente norteamericano ha anunciado su intención de aumentar a seis billones de dólares -unos cinco billones de euros- el presupuesto público de EEUU. Si la propuesta -que bate todos los récords- supera los trámites en el Congreso y el Senado, se trataría del mayor gasto público de la superpotencia norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial, y sólo sería el principio de una senda ascendente: las partidas irían subiendo hasta alcanzar los 8,2 billones de dólares en 2031.
A grandes rasgos, este importante aumento del presupuesto de la administración norteamericana dispara el gasto social y en infraestructuras (crece un 16%) mientras apenas aumenta levemente (un 1,7%) el ya colosal gasto militar heredado de la presidencia de Trump: 753.000 millones de dólares, una suma superior a la de los siguientes diez gastos militares del mundo, China y Rusia incluidos.
Con este billonario presupuesto, la administración Biden busca dos objetivos ligados entre sí. Por un lado, poner en marcha un ambicioso plan de infraestructuras que fortalezcan la eficiencia y la capacidad productiva de EEUU, permitiéndole encabezar la nueva «revolución industrial» ligada a la transición ecológica y las nuevas tecnologías, contestando al desafío del principal rival geoestratégico -China- que va en camino de quitar el podio de primera economía mundial a Washington.
Por otro lado, Biden pretende -de un modo distinto a como también lo buscó Trump- fortalecer el mercado interno norteamericano. Los dos pilares de la «política social» de la nueva administración demócrata, el Plan de Empleo Americano y Plan de Familias Americanas, buscan «salvar» del empobrecimiento a amplias capas de las clases medias y trabajadoras, potenciando su ahorro, poder adquisitivo y capacidad de consumo. Políticas como la creación de dos millones de «viviendas asequibles» o la financiación de programas como Medicare o Medicaid son elementos clave no sólo para mitigar los cada vez mayores conflictos sociales de un país aberrantemente desigual, sino para dotar de cierta vitalidad al mercado interno norteamericano, y por tanto a la economía de EEUU.
Pero este multibillonario presupuesto también mantiene (incluso amplía levemente) unas colosales partidas militares. Todos los que esperaban que la presidencia de Biden «corregiría a la baja» la inclinación al militarismo del presidente Trump, y sus presupuestos récord para el Pentágono, se han dado de bruces. Los presupuestos demócratas mantienen los gastos militares anuales de EEUU en los 753.000 millones de dólares, una cifra comparable al PIB de la vigésima potencia económica mundial, Turquía. Un colosal gasto militar que el Pentágono empleará de forma prioritaria para reforzar el cerco militar en torno a China, potenciar el poder naval de EEUU, y desarrollar armas atómicas «tácticas» y misiles supersónicos, capaces de sobrepasar las medidas de defensa de otros países.
Un costosísimo brazo militar que dota a la superpotencia de una superioridad militar abrumadora con respecto a cualquier potencia o grupo de potencias, y que es una condición sine qua non para que Washington conserve su hegemonía. Pero EEUU no sólo cuenta con recursos propios para mantener la superioridad en este decisivo terreno: desde 2014 lleva exigiendo a sus aliados y vasallos militares de la OTAN que eleven hasta el 2% de sus respectivos PIB los gastos en Defensa, y que acepten encuadrarse sin rechistar en los planes de guerra del Pentágono.
¿Quién va a pagar este colosal presupuesto?
La Casa Blanca ha anunciado que para financiar este hexa-billonario presupuesto va a aumentar el Impuesto de Sociedades y va a aumentar la presión fiscal sobre a las rentas más altas, aquellas con ingresos a partir de 400.000 dólares anuales, durante los próximos 15 años, acabando con la tendencia de cuatro años de Trump, que potenció una enorme concentración de riqueza a bancos, monopolios y grandes fortunas mediante una fiscalidad enormemente ventajosa para los super-ricos.
Es cierto, Biden va a subir los impuestos a los más acaudalados. Pero más allá de la propaganda sobre la «fiscalidad progresista» de la administración demócrata, está la realidad.
Porque el gigantesco volumen de dólares que el Estado norteamericano necesita para potenciar su economía -y sobre todo para alimentar al colosal aparato de dominio político-militar que salvaguarda su economía- no sale principalmente de los contribuyentes norteamericanos: ni de los que viven en el Bronx ni tampoco de los que viven en Beverly Hills.
Así lo admite la propia Casa Blanca, que ha anunciado que este aumento del gasto público va a disparar el ya abultadísimo déficit presupuestario de EEUU -es decir, la diferencia entre los ingresos y los gastos- por encima de los 1,3 billones de dólares en la próxima década.
La riqueza para colmar el estómago del Moloch procede de un cada vez más intenso saqueo de los países que EEUU tiene bajo su órbita. De nuevo, así lo aseguran figuras que han pertenecido a las más altas instancias de las instituciones económicas de la superpotencia. «EEUU impone impuestos a todo el mundo (…) Si Washington pierde dinero, se dedican a “recolectarlo” del resto del mundo. Se puede decir que están recaudando el impuesto de guerra», contaba a De Verdad Paul Craig Roberts, que fuera subsecretario del Tesoro en la administración Reagan.
Su multibillonario plan de infraestructuras y de «políticas sociales», junto con sus astronómicos gastos militares, salen en realidad de millones y millones y millones de horas de trabajo que cada día y cada hora, la burguesía monopolista norteamericana arranca, gracias a los mecanismos de poder hegemónico, del conjunto de los países y pueblos del mundo.