Cine

Déjame entrar

Las mentiras nunca son eternas. El «paraí­so socialdemócrata» sueco, el modelo de los modelos, la sociedad ideal, es una verdadera antesala del infierno. Esta verdad, desmitificadora y corrosiva, vení­a abriéndose paso, escalón a escalón, conforme Europa leí­a enfebrecida uno a uno los tres tomos de «Millenium», la saga negra de Sieg Larsson. Muchos se frotaban los ojos: ¿se tratará de una «venganza» personal?, ¿de la visión ácida y resentida de un «outsider»? Pero lo que Larsson ha puesto sobre el papel, ahora Tomas Alfredson lo ha puesto también en imágenes. En «Déjame entrar», con el formato de una pelí­cula de terror, de una pelí­cula de vampiros, las tripas de la verdad emergen con una fuerza… aterradora.

“Durante décadas –ha dicho Alfredson (Estocolmo, 1965)– mi aís ha sido el paraíso de la socialdemocracia. No sufrimos la Segunda Guerra Mundial. Suecia quedó intacta cuando toda Europa estaba en ruinas. Desde esta situación idílica, se intentó jugar a la ingeniería social.Los suburbios en los que se sitúa la película, levantados en los 50, son un buen ejemplo. Todo está diseñado para una vida placentera. Pero no funciona. La realidad acostumbra a arruinar las buenas intenciones”. Buenas intenciones de palabra que encierran proyectos de ingeniería social que acaban en realidades monstruosas.La película de Alfredson transcurre en los años ochenta. El barrio ideal levantado en los 50 para simbolizar el ascenso de la clase obrera al paraíso es ahora un sitio gélido, tétrico, abandonado, oscuro, desangelado, descuidado y en bancarrota, habitado por una fauna social compuesta mayoritariamente por jubilados y ex obreros alcoholizados, que malviven de algún género de subvención del Estado y de alimentar sus paranoias, ruinas humanas cerca del deshecho.En este lúgubre escenario, siempre nevado y frío, en el que la gélida belleza resulta siempre inseparable de un hálito de terror y locura, vive Oskar, un niño de doce años, que intenta llevar a cabo el siempre difícil y doloroso tránsito desde la infancia a la juventud acosado por un torbellino de fantasmas, internos y externos. Vive solo con su madre, una madre que sólo formalmente se ocupa de él y que está siempre demasiado ocupada en que se cumplan las formalidades; el padre se ha fugado al bosque, incapaz de soportar la presión de aquel mundo, y se mantiene al margen de los conflictos del niño. En el colegio, Oskar sufre el acoso de unos compañeros, que le humillan y golpean por el puro placer de someterlo, haciendo emerger la pulsión nazi que siempre ha estado cobijada en las entrañas de la sociedad sueca. Policías, psicólogos, entrenadores y cuidadores velan por un orden que es una mera apariencia de normalidad, mientras que por debajo bullen las pulsiones sociales más siniestras y destructivas.En la terrible soledad y angustia de este “mundo feliz”, Oskar acaba encontrando en Eli, una “vampiresa” que vive bajo la forma de una niña de doce años, el “apoyo” que necesita para enfrentarse a sus fantasmas, para hacer su viaje sentimental y su ejercicio de liberación.Inquietante, turbadora, terrorífica tanto en la forma como en el fondo, “Déjame entrar” es una película de una belleza subyugante, capaz de realizar con una delicadeza increíble el tránsito desde el naturalismo de un relato de acoso escolar a las impactantes escenas de un relato de terror, de los códigos del cine social y del drama familiar a la magia de un amor adolescente, sin que la película se resienta ni se haga pedazos.Paseada en olor de multitudes por más de treinta festivales, entre ellos el de Sitges, donde logró el premio especial del público, “Déjame entrar” es una magnífica opera prima que nos ilustra, entre otras cosas, de la cercanía siempre enigmática de lo bello y lo siniestro.

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