Música

De la fusión y el populacho

Comprender las estructuras de nuestro folclore y la tradición que se extiende por toda la pení­nsula y al otro lado del charco, es enfrentarse también a la subversión de nuestra historia y nuestra cultura.

Desde rincipios de la década de los 90 irrumpió una nueva “marca” musical que pronto se extendió al lenguaje común y al profesional: la música fusión. Con ella se ha fabricado un enorme saco en el que prácticamente todo puede caber, de manera que uno de los fenómenos más apasionantes y ricos de los últimos tiempos que ha sido el de rescatar la música y las tradiciones populares repensando los lenguajes, queda disuelto en una “corriente” universalizante y civilizatoria que parece descubrir las Indias y comercializar lo indígena a golpe de lista de éxitos.Seguramente los míticos Pata Negra entraron por la misma puerta, durante la transición, por la que se abrieron paso desde profesionales de larga trayectoria flamenca, como Di Geraldo o Benavent, hasta grupos como Medina Azahara. El flamenco fue primero, llevaba tiempo llamando a la puerta y venía armado hasta los dientes. El joven Miguel Poveda es un buen ejemplo de hasta dónde se ha abierto paso este camino.Pero los molinos de viento no han sido las mentes retrógradas ni los restos del aparato franquista, sino algunos miembros de la familia de la transición empeñados en enterrar todo aquello que significaran señas de identidad, floclore o raíces españolas e hispanas en general. Lo popular se etiquetó de casposo, y artistas como Carlos Cano o la tremenda Martirio han nadado a contracorriente en un panorama musical que debía aceptarlos pero a regañadientes y haciendo todo lo posible por relegarlos al cuarto oscuro del “género” o del autonomismo.Un ejemplo claro, herederos de los Eliseo Parra, es el del productor Javier Limón, que además de tender puentes permanentes con Iberoamérica, ha apostado por la música popular sin que se conozca más motor que la propia pasión por el arte. Un musical en torno a la copla o el mismo lanzamiento de la cantante mallorquí de ascendencia guineana, Concha Buika, son las mejores banderas de nuestra música, aquellas que han podido librarse, poco a poco, del peso de las movidas madrileñas, la cultura de la subvención, y el modernismo europeo.Víctima no solo ha sido el folclore – ahora más que nunca emergen grupos independientes en todos los rincones del país -, al igual que indoblegables los hay allí donde mires. Pero, en particular, las expresiones más hondas y desnudas de nuestro patrimonio artístico han tenido que sufrir la degradación del “bombo y la pandereta”.Al igual que pasara con la Zarzuela – en otro plano y con menos fortuna-, la Jota ha evolucionado en las tres últimas décadas convirtiéndose en patrimonio recuperado por nuevos artistas. En especial, la Jota aragonesa es, por su bravura, su elegancia, la dificultad de su baile, su descaro y su ligazón con uno de los episodios más significativos de nuestra historia, la Guerra de la Independencia, la que más se ha desarrollado. Pero la Jota tiene una sentido universal, no sólo en su tradición ancestral y “pagana” como baile de adoración a las divinidades, sino como nexo de unión de las profundas raíces del mundo hispano que se ha extendido en la historia.Un vehículo enraizado en las costumbres, glorias, dramas y ansias de rebelión de la gente que retomado a través de canales tan amplios como los que se abren desde finales del siglo XX, se convierte en una fabulosa “mesa de mezclas”, como expresa Carmen París en la entrevista que se publica en este número.Comprender sus estructuras y la tradición que se extiende por toda la península y al otro lado del charco, es enfrentarse también a la subversión de nuestra historia y nuestra cultura; y de igual manera desentrañar la política que no ha escatimado esfuerzos en rebajar lo popular y “elevar” lo culto hasta dimensiones sólo al alcance de una reducida élite.Ese es un reto que nos proponemos desde estas páginas.

Deja una respuesta