Cine

Cuento de hadas neoyorquino

Tras su «ví­a crucis» europeo (decentemente salvado, más por su ejecutoria londinense -sobre todo, «Macht Point-, que por su desembarco catalán -la mediocre «Vicky Cristina Barcelona»-), Wooddy Allen vuelve a su salsa, vuelve a su casa, a los orí­genes y fuste de su verdadero cine, regresa a Nueva York, al Nueva York de Obama, y su mirada cáustica y siempre crí­tica -y autocrí­tica (¡cuánto olvidan las «vacas sagradas» del cine europeo este último aspecto, complemento imprescindible del primero para no caer en la «moralina» o el «panfleto») se posa sobre los restos del naufragio de los ocho años de bushismo. Lo que ve no le gusta, claro, pero no pierde el optimismo. Ni, sobre todo, la palabra: ¡menudo torrente verbal!

¿En qué ha convertido los ocho años de Bush a aquellos brillantes, hiercríticos y un poco pedantes intelectuales neoyorquinos que poblaban la perenne cinematografía alleniana de los años 80 y 90? La respuesta es Boris, el protagonista de "Si la cosa funciona": un hombre cínico y descreído que considera a las masas gusanos inmundos, que no aguanta a nadie (por supuesto se ha divorciado de su esposa), que no habla sino para verlo todo negro, un nihilista para el que todo ha perdido valor y no es más que una mierda, un "genio" que en este mundo de basura e ignorancia no puede hacer otra cosa que convertirse en discípulo de Diógenes o tirarse por una ventana. Él ya se ha tirado una vez por una, pero sólo ha conseguido joderse una pierna y querdarse con una ostensible cojera. Asaltado por nocturnos ataques de pánico, vive sólo en una especie de covachuela desordenada e inmunda, se gana la vida dando clases de ajedrez a niños a los que desprecia e insulta, y del pasado apenas conserva una vieja tertulia de amigos donde volcar su perpetuo vómito ideológico, camaradas de los tiempos en que fue una mente brillante en el campo de la física, hasta el punto de que -como no deja de vanagloriarse- se habló de él como candidato al Nobel.A las puertas de la casa de este verdadero "erizo social" -hijo de la exasperación y la elefantiasis crítica padecida por la hipermoderna intelectualidad neoyorquina en los ocho años de bushismo-, abandona con toda intención Wooddy Allen a un retoño de esa América que le ha llevado al paroxismo ideológico: una jovencita del sur, de familia católica y republicana, huida de casa, cargada de todos los tópicos de ese mundo (pero eso sí, bella, ingenua, llena de vida y con un gran corazón). Con este armazón, digno de un "cuento", Allen hilvana un relato, a ratos intenso, a ratos desternillante, a ratos monótono y previsible, que va a acabar transformándolos a todos y conduciendo a un apoteósico final feliz, un final a "lo Almodóvar", en el que, tras sufrir el beatífico impacto neoyorquino, la pacata y devota madre sureña de la chica acaba convertida en una diva de la fotografìa artística que convive con dos hombres, el padre republicano acaba encontrando en un "bar de ambiente" la pareja homosexual con la que ha estado soñando secretamente toda su vida, la hija encuentra un joven y bello actor con el corregir el disparate de haberse casado con Boris, y éste, tras su segundo intento frustrado de suicidio, merced a que tras saltar por la ventana ha caído encima de una "vidente", encuentra también en esta la razón para continuar un poco más la comedia de la existencia, bajo la égida de ese verdadero principio del pragmatismo americano: "si la cosa funciona…".Pese a su verdadera naturaleza de "cuento de hadas", la película de Allen tiene un motor consistente y gags de verdadero maestro. Quizá el exceso de almíbar del final impida reconocer lo ácida que es a veces la mirada de Allen y las contradicciones de fondo de que habla. Tras la fachada de su "misántropo" Boris hay unn afán autocrítico que no se debe pasar por alto, pàra quedarse solamente con las burlas y sarcarmos de la América republicana. Allen, en definitiva, no hace panfletos.

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