Frente a la posición economicista que reduce las crisis a sus consecuencias sobre las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera, el marxismo afirma que las crisis capitalistas son la manifestación máxima y más virulenta de los antagonismos y conflictos que existen de forma permanente en la base del capitalism0. Y que las crisis no hacen sino aflorar a la superficie, desatando de forma abierta el antagonismo manifiesto de todas las contradicciones de clase. No sólo entre el trabajo asalariado y el capital, sino también entre la pequeña y mediana burguesía con las burguesías monopolistas, de unos sectores de las burguesías monopolistas con otros, de una burguesías monopolistas nacionales con otras, de unos Estados monopolistas frente a otros,… Porque de lo que entonces se trata ya no es de «distribuir» la plusvalía mundial entre los distintos sectores de la burguesía según la aportación de cada uno de ellos, sino de repartir pérdidas, de destruir capital y fuerzas productivas sobrantes. Y esa situación desata una aguda y abierta lucha en la que cada cual busca reducir la parte que le corresponde para cargarla sobre los demás.
Las crisis caitalistas no son accidentes dentro de un ilimitado crecimiento, ni tampoco son fruto de las excesos del “capitalismo salvaje”, que pueden impedirse sometiendo a control público los desmanes del capital especulativo. Las crisis son una enfermedad congénita del capitalismo, son resultado inevitable de las mismas leyes que impulsan la expansión del capital. Frente a la visión, dominante en la izquierda, de que las crisis expresan los excesos y desmanes del capital, las crisis capitalistas no hacen sino hacer aflorar abiertamente el grado de antagonismo que han alcanzado las contradicciones fundamentales del capitalismo. Un antagonismo que en los periodos de crisis surge a la superficie de forma abrupta, pero que se ha gestado durante los periodos de prosperidad que las han precedido. Durante las crisis se manifiesta en toda su extensión el antagonismo entre el capital y el trabajo asalariado. Los capitalistas reducen su plantilla o disminuyen la jornada laboral. Millones de obreros son despedidos, convertidos en mano de obra superflua, o deben aceptar drásticas rebajas salariales. El capital intenta compensar el descenso en la tasa de ganancia intensificando la explotación. La primera crisis capitalista, en 1830, extiende una miseria desconocida entre la población, y la renta per capita real desciende por primera vez desde 1700. Durante el crack del 29, en EEUU el paro alcanzó al 25% de los obreros, los salarios se redujeron un tercio, y 14 millones de personas pasan a depender de la beneficencia para subsistir. Pero las crisis capitalistas también expresan el grado de antagonismo entre el dominio del capital y el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas. Para recuperar la tasa de ganancia, se procede a la destrucción de ingentes masas de “capital sobrante”. En los años posteriores al crack del 29 la destrucción de la producción industrial es superior a las pérdidas sufridas durante la Iª Guerra Mundial. La ley que iguala el precio de las mercancías a su coste de producción y la tendencia a la disminución de la tasa de ganancia conforme aumenta la magnitud de los capitales en liza, son los dos extremos en lucha de una contradicción inherente al capitalismo: su mismo medio imprescindible de desarrollo –el avance permanente de las fuerzas productivas– entra en colisión con las condiciones de existencia del capital –su revalorización permanente–. Por eso Marx plantea en el Manifiesto Comunista que “las modernas fuerzas productivas se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Las fuerzas productivas no sirven ya para fomentar el régimen burgués de propiedad, son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas producida”. Las crisis capitalistas aceleran también el antagonismo entre los diferentes sectores de la burguesía. Cuando se trata de repartir las pérdidas, el antagonismo –tanto íntermonopolista como ínterimperialista– se eleva a un grado máximo. Cada burguesía, y cada sector dentro de ella, hace uso de su fuerza –no sólo económica, sino también política y militar–, de las posiciones y ventajas adquiridas, del control de determinados mecanismos e instituciones del capitalismo mundial, para provocar un "reparto de las pérdidas" muy desigual. Unos capitales desaparecerán –arrojados a la quiebra o engullidos por otros–, otros menguarán, otros traducirán sus menores pérdidas en un salto en la jerarquía… Una feroz batalla que, tras el crack del 29, desencadenó la IIª Guerra Mundial –provocando 60 millones de muertos–, expresión máxima del antagonismo inherente al capitalismo que las crisis ponen de manifiesto.