Siete ex-directores de la CIA presionan a Obama para que no investigue a la agencia

Cuando la putrefacción es razón de Estado

Siete ex-directores de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana han encabezado un nada usual gesto hacia el presidente Obama. Mediante una carta -en un tono directo y nada sutil- aireada a los medios de comunicación, los máximos responsables de la inteligencia estadounidense de las últimas décadas han pedido a la Casa Blanca que cierre de una vez por todas las investigaciones sobre torturas cometidas por agentes de la CIA, alegando que dañan la credibilidad de la agencia y la capacidad de EEUU para salvaguardar su seguridad nacional.

Hace un mes en los desachos de Langley, Virginia, los nervios volvieron a flor de piel. El fiscal general Eric Holder anunciaba que reabriría las investigaciones sobre los abusos y torturas, en los interrogatorios de la CIA. Las cosas parecían haberse enfriado entre la Casa Blanca y la Agencia, después de que Obama diera marcha atrás a sus intenciones de arrojar luz sobre las prácticas habituales del aparato de inteligencia. Hasta ahora el agua había llegado sólo hasta trabajadores externos de la agencia, como David Passaro, juzgado por haber facilitado la muerte de un prisionero agfano en una cárcel secreta. El torturador fue condenado por sólo por “asalto”, no por asesinato. Además las tibias investigaciones habían cumplido la regla de oro: no revelar los nombres de los agentes de la CIA, ni datos sensibles de las operaciones. Pero aún así en los pasillos de Langley han saltado todas las alarmas. Su absoluta impunidad ha quedado mancillada. Los firmantes de la carta recorren casi cinco administraciones anteriores a Obama –exceptuando la de Carter-: hay tres directores de la CIA bajo el Gobierno de George W. Bush -Michael Hayden, Porter Goss y George Tenet (nombrado por Clinton pero mantenido por Bush)-; tenemos a John Deutch y James Woolsey, directores durante la Administración de Bill Clinton; a William Webster, que dirigió la CIA con Ronald Reagan y el primer presidente Bush; y por último a James Schlesinger, quien ejerció el cargo durante la época de Richard Nixon. No se trata por tanto de cargos mecánicamente adscritos a la “línea dura” del hegemonismo norteamericano, sino que podemos ver en el “grupo de los siete” a un amplio abanico de cuadros dirigentes de uno de los aparatos más fundamentales del Estado norteamericano. En la carta, los directores advierten a la Casa Blanca que “la revelación pública de las operaciones de Inteligencia sólo pueden ayudar a Al Qaeda” (…) “No sólo obligará a varios miembros de la comunidad de Inteligencia a asumir grandes costos financieros para atravesar largos y tediosos procesos criminales, sino que este enfoque también dañará la voluntad de muchos de los oficiales y funcionarios de Inteligencia de asumir riesgos para proteger su país. En nuestra opinión, esas decisiones son vitales para el éxito de una larga y difícil pelea contra los terroristas que nos siguen amenazando” (…) “La publicación de detalles sobre las operaciones de la CIA hicieron y harán difícil el trabajo de los agentes en el terreno, especialmente su capacidad para conservar el efecto sorpresa”. Además, advierten que las investigaciones desacreditan a la CIA -y su capacidad de mantener un secreto- frente a los servicios de inteligencia extranjeros. Las revelaciones hechas durante el segundo mandato de Bush pusieron en evidencia el papel de aliados como Tony Blair o Jose María Aznar, y les pasaron factura en su momento. La carta es una advertencia de los núcleos más internos de poder de Washington de hasta donde puede y hasta dónde no puede llegar la línea Obama en sus esfuerzos de “lavar la cara” al hegemonismo norteamericano. Hay basura que nunca debería airearse, porque forma parte de los cimientos de la superpotencia.

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