El Observatorio

Cien años de Kafka

Franz Kafka falleció en 1924. Su centenario es una gran oportunidad para volver a poner sobre la mesa su poderosa idea de la literatura

Franz Kafka falleció el 3 de junio de 1924 en un hospital antituberculoso a las afueras de Viena. Nadie podía suponer entonces que llegaría a ser uno de los escritores más importantes y decisivos del siglo XX. Entonces apenas había publicado unos pocos textos y relatos en editoriales alemanas y había ordenado a su amigo y albacea Max Brod que destruyera el resto de su obra. Sin embargo, pocos años antes de ello había escrito en sus Diarios: “Yo soy la literatura”.

Cien años después de su muerte, su legado sigue siendo inmenso. Junto a sus obras universalmente conocidas destaca su idea de la literatura, quizá lo que debería perdurar. Una idea que se forjó muy tempranamente y que vamos a traer aquí a partir de dos textos suyos de juventud.

El 13 de agosto de 1912, Kafka conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, que sería su prometida durante cinco años, y con la que mantuvo una relación epistolar que Elias Canetti (el premio nobel de literatura) no dudó en calificar como «uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura». Seis meses antes de conocerla, e iniciar con ella una correspondencia amorosa única y de una intensidad inaudita, Kafka le había hecho a llegar a Max Brod por carta una pregunta tan sencilla y candorosa como esencial: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?». Pocas veces se habrá formulado con tanta ingenuidad, con tanta precisión y con tanta hondura la esencia misma de la literatura. Y la tarea misma que Kafka le iba a fijar a la escritura, en general, y a su escritura en particular. Quien escribe debe hacerlo de forma apasionada, intentando subyugar, ganarse, apropiarse del otro. Y con una fe infinita, casi ciega, en la lectura del otro. La verdadera escritura nace impulsada por esa voluntad de dominio, de adueñarse del lector, de seducirlo, de arrastrarlo, de secuestrarlo, de «atarlo», como dice Kafka. Una forma de atadura que, por supuesto, es necesario llevar a cabo contando con la voluntad y la aquiescencia del otro. No es la fuerza física la que ata: es la fuerza de la escritura.

¿Se puede atar a una muchacha con la escritura?”

El lenguaje es un lazo poderoso, lo sabemos. Pero para «atar» al otro, como pretende Kafka, no vale cualquier nudo. Un nudo hecho sin pasión, sin arte, sin técnica, sin poner en él todo el esfuerzo y la dedicación necesaria, dejará escapar enseguida al lector, será incapaz de atrapar su imaginación, de capturar su atención, de tenerlo varias horas sentado, preso de un libro. En cambio, cuando el nudo está bien hecho, es firme, y ata de verdad, nunca escaparemos ya de su poderosa sujeción. Los desvaríos de don Quijote, las angustias de Madame Bovary, las cavilaciones de Raskolnikov, los devaneos dublineses de Leopold Bloom… ya no los podemos abandonar nunca.

No se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay. No se escribe «para contar historias», aunque la literatura está llena de historias maravillosas. Se escribe para «atar» al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse en él, para conmoverlo, para conmocionarlo, para conquistarlo. Kafka se negó a mentir al lector, y su ingenua pregunta es la que se hace todo verdadero escritor: «¿Será cierto que uno puede atar a una muchacha con la escritura?»

Años antes de esto, en una carta enviada a su amigo y escritor Oscar Pollack en 1904, Kafka desnuda al completo su concepto de lo literario, a propósito de un comentario sobre una biografía de Dostoievski que acaba de leer. Dice:

Un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”

“Cuando se tiene ante los ojos una vida como la de Dostoievski, que se remonta sin desmayo más y más hasta tales alturas que uno apenas puede alcanzarla con su catalejo, la conciencia no puede hallar reposo. Pero es saludable que en la conciencia se abran anchas heridas, porque así se vuelve más sensible a los remordimientos. Creo que sólo deberían leerse libros que a uno le muerdan y le puncen. Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices como tú dices? Dios mío, también seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices, en caso necesario, podríamos escribirlos nosotros mismos. Lo que necesitamos son libros que hagan en nosotros el efecto de una desgracia, que nos duelan profundamente como la muerte de una persona a quien hubiésemos amado más que a nosotros mismos, como si fuésemos arrojados a los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio, un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro”.

Un hacha para el mar helado que llevamos dentro. Ese es el concepto kafkiano de literatura. Con esa idea y ese propósito escribió. Esa es la “utilidad” de su literatura. Desde ahí es desde donde se pueden y se deben leer sus libros.

La metamorfosis, El proceso, El castillo, En la colonia penitenciaria, sus Diarios, sus cartas... son algunas de esas hachas de Kafka, que mantienen una vigencia inaudita hasta hoy en día. Si sigue habiendo una lectura “imprescindible en nuestro tiempo, es la de la obra de Kafka.

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