SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Aznar rompe la baraja antes de la catástrofe

José María Aznar, después de un “sufrido silencio”, habló ayer en Antena 3 TV a tumba abierta. Y dijo, en muchos temas de la realidad de España, exactamente lo que piensa, siente y padece una buena parte del electorado del Partido Popular. Conectó con su decepción. Alejado sideralmente de la gestión del Gobierno y desprendido del providencialismo convencional con el que se maneja la persona y la gestión del Rey, el expresidente noqueó a Rajoy y eludió mencionar el nombre de don Juan Carlos refiriéndose a la Institución (la Corona). Si la legislatura la hundió el propio Ejecutivo popular el pasado 26-A al arrojar la toalla con aquel malhadado cuadro macroeconómico que nos dilataba los peores males hasta el final de este decenio, José María Aznar se limitó a constatar que el naufragio, efectivamente, se ha producido sin paliativos.

Y ante un panorama desastroso (más de seis millones de parados, la apuesta secesionista de Cataluña, el incumplimiento del programa electoral del PP, su vaciamiento ideológico, el descrédito del jefe del Estado, la destrucción de las clases medias españolas y la pésima gestión de su partido del llamado caso Bárcenas), mostró con claridad meridiana que está dispuesto a volver para asumir las “responsabilidades” que le corresponderían. El presidente de honor del PP no hubiese dado el paso grave y trascendental que ayer consumó de no estar seguro de que por el camino que lleva España -con un Gobierno sin discurso político que se deja mecer por el tiempo como terapia política- se llega directamente a la catástrofe.

Hay que valorar en Aznar -más allá de antipatías o simpatías, que de ambas cosecha el expresidente- que ayer se enfrentó a la realidad. Incluso a la personal, relativa a sus percepciones, a su patrimonio, y que se enfrentó con una ausencia total de eufemismos al Grupo Prisa, que es hoy por hoy el más potente e influyente de nuestro país. Ningún otro dirigente de su partido -Rajoy en absoluto- se ha manifestado tan descarnadamente sincero incluso en temas que afectan a aspectos de máxima sensibilidad y voltaje. En los aspectos ideológicos y políticos, resultó nítido: hay que renovar lo que denominó “objetivos históricos” de la Transición y recuperar el pulso nacional, la cohesión del Estado, la proyección internacional, todo ello resumido en cinco medidas que serían las que él pondría en marcha y que al Gobierno de Rajoy no se le pasan por la cabeza.

Al no avalar la labor del Ejecutivo ni de su presidente -que él designó en 2003 como su sucesor- y desgranar unas serie de críticas incisivas y profundas y al sostener bien subrayados determinados silencios, Aznar rompió la baraja del convencionalismo imperante para procurar una agitación en la conciencia de la derecha española y un fortísimo revulsivo en el conjunto de la sociedad. El expresidente -lejos de cualquier conservadurismo- reclamó un cambió de rumbo, un new deal para nuestro país. Probablemente hoy y en días sucesivos se acuse a Aznar de desleal. La realidad, sin embargo, demuestra que la lealtad tiene prioridades y que antes que al partido se debe al país. Algo parecido dijo Felipe González cuando auguró que nos podemos estar adentrando en una “anarquía disolvente”.

Por lo demás, ha sido Rajoy el que, como se encargó Aznar de aclarar, ha establecido con él -y con muchos otros dirigentes importantes del PP- el modelo de relación personal y política que deseaba. Si ayer le estalló el Aznar más rocoso, el presidente del Gobierno sólo tendría que lamentar su ausencia de inteligencia emocional y el escaso nivel de su entorno. Que en quince meses de Gobierno, el presidente sólo haya mantenido una conversación con Aznar denota que el aislacionismo en el que vive el político gallego remite a una suerte de autismo político, de parálisis discursiva y de blandura de liderazgo que definen un perfil inadecuado para llevar las riendas de España en esta tesitura. Eso es lo que piensa Aznar -y así lo dejó transparentar-, lo cual no sería demasiado grave si su opinión no fuese altamente representativa de la que mantiene un parte sustancial de la derecha española que ya no le entregaría ni en sueños la mayoría absoluta.

Hay situaciones históricas determinadas en las que se precisa que alguien grite que el rey está desnudo y que en la partida de naipes de la política nacional se están perpetrando gravísimas trampas. El mensaje de Aznar ha roto la baraja, ha certificado una impotencia gubernamental -la de su propio partido, la de su designado sucesor- pero mucho antes que él, de manera silente, torticera por inexplicada y huidiza, Rajoy, su Gobierno y el propio PP jugaban irresponsablemente con fuego. Se quemaron el 26-A y, desde ayer, han quedado abrasados. Comienza la siguiente ronda de una legislatura ya frustrada, pero con una convulsión que era necesaria para una derecha española trabajosamente construida que se escurría como agua en cesta de mimbre.

Alguien tenía que decir que en un horizonte de ingobernabilidad y de regreso a los peores tiempos -económicos, políticos y sociales- de nuestro pasado reciente resulta intolerable, una España con seis millones de parados y una devaluación interna de rentas que nos ha retrotraído a niveles de finales de los años noventa tiene derecho y obligación de aspirar a un futuro mejor que el que nos pintan los powerpoint de las referencias del Consejo de Ministros que preside un cuestionado Mariano Rajoy.

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