Argelia se debate en un momento incierto, sacudida por fuerzas de tres tipos. Por un lado, las exigencias del pueblo argelino, harto de un régimen autoritario que mantiene a las clases populares en un estado de subdesarrollo, que dilapida las riquezas del país con sus tramas corruptas y que frustra sus ambiciones de progreso y libertad. Por otro lado, las tramas, luchas intestinas e intrigas palaciegas de los distintos sectores y familias de poder dentro del Estado argelino (fundamentalmente en el Ejército). Pero es necesario prestar atención a un tercer grupo de actores: los intereses de las principales potencias imperialistas sobre un país que hasta ahora ha sido relativamente independiente a las injerencias occidentales.
El pueblo ha ganado el primer pulso. Seis semanas de protestas multitudinarias han logrado lo que hasta no hace mucho era impensable: que el régimen tenga que sacrificar al presidente Abdelaziz Buteflika, que ha entregado su carta de dimisión. En el poder desde 1999, este decrépito octogenario ha sido el rostro de un Estado que está controlado por una burguesía burocrática nucleada en torno al Ejército.
A pesar de que Argelia goza de unas gigantescas riquezas de hidrocarburos, las élites gobernantes no han sido capaces de utilizarlas para diversificar la estructura productiva y crear una base económica capaz de generar prosperidad. La caída del precio del petróleo, y por tanto de los ingresos del Estado, hizo que a partir de 2014 el gobierno de Buteflika recurriera a políticas de austeridad y recortara políticas sociales, algo que ha golpeado a las condiciones de vida de un país con el 25% de la población bajo el umbral de la pobreza. Especialmente a los jóvenes: el 67% de los argelinos tiene menos de 30 años y pocas o nulas expectativas de prosperidad. Un polvorín para el descontento, al que hay que sumar los ataques a las libertades de un régimen autoritario que bajo el pretexto de la «lucha contra el terrorismo» limita gravemente los derechos civiles y que -hasta hace bien poco- castigaba con prisión cualquier crítica pública a Buteflika o a los militares.
Las élites del poder argelino no esperaban el estallido de ira popular que se desplegó con el anuncio de que Buteflika -un anciano de 82 años- se presentaría a un quinto mandato. Han reaccionado tarde y torpemente, pero han acabado sacrificando el rostro visible del régimen, el clan Buteflika, e intentan aprovechar el río revuelto para acometer un ajuste de cuentas interno entre las diferentes familias y sectores oligárquicos. La batuta parece seguir llevándola el jefe del Ejército, el general Gaid Salah, hasta hace bien poco férreamente aliado de Buteflika.
Pero los manifestantes no se han contentado con la defenestración de Buteflika. Exigen cambios profundos, progreso, prosperidad, futuro, libertades y derechos democráticos. Anhelan el fin de un corrupto y opresivo régimen burocrático-militar. Rechazan a los que se presentan como los tres delfines de Buteflika (todos bajo el patrocinio del general Salah): el primer ministro Bedoui, el presidente del Senado Bensalá, y el presidente del Consejo Constitucional, Belaiz. “¡Que se vayan las tres B!”, gritan sin cesar en las calles.
Pero a estos dos factores internos -las clases populares contra el régimen y la clase dominante- hay que añadirle uno más. Un tercer grupo de actores que -aunque de momento están en un segundo plano en un proceso político que aparenta ser de origen endógeno- pueden saltar a la palestra en cualquier momento: los centros de poder imperialistas.
Argelia es un país norteafricano que tiene importantes atributos geoestratégicos. Es la décima reserva de gas mundial, así como la conexión de gaseoductos que van del sur de África a Europa. El devenir político de Argel no puede pasar desapercibido para los centros de decisión de París, Moscú, las monarquías sunníes del Golfo… ni por supuesto para Washington.
Para Francia (y por ende el resto de Europa), Argelia es sumamente importante. No solo como gran suministrador de gas natural, sino como el país de origen de casi tres millones de franceses de origen argelino. La antigua colonia francesa no es un protectorado de París -como prácticamente lo es Marruecos-, pero la plutocracia gala busca incrementar su grado de influencia sobre Argelia.
Para Arabia Saudí, Argelia es un incómodo rebelde en la Liga Árabe. Argel mantiene estrechas relaciones tanto con Rusia -su principal proveedor de armamento desde la época soviética- como con su archienemigo Irán. El gobierno argelino siempre se negó a participar en el acoso occidental contra Libia, contra el régimen de Bachar Al Assad en Siria o contra Hezbollah en Líbano. Ha denunciado los crímenes saudíes en la guerra de Yemen y se niega a alejarse o a debilitar sus buenas relaciones con Teherán.
Todo lo anteriormente expuesto son razones más que suficientes para entender por qué a Washington le puede interesar intervenir en las turbulencias argelinas.
Los EEUU de Obama prendieron en 2011 la mecha de las llamadas «Primaveras Árabes» para cambiar (primero en Túnez, luego en Egipto) unos regímenes bajo su control por otros aún más profundamente vinculados a Washington. Lo hicieron interviniendo «desde dentro» de los aparatos estatales y utilizando la natural indignación popular como combustible.
Estas revueltas pasaron entonces de puntillas por una Argelia que era -y es- relativamente hermética a la intervención hegemonista. Cabe preguntarse si la administración Trump no va a ver esta vez una oportunidad para intentar intervenir en el incierto panorama argelino.