Algo huele a podrido en Alemania

El edificio bipartidista germano -la estructura que ha sostenido el poder de la burguesía monopolista durante los últimos 70 años- ha quedado seriamente agrietado.

El resultado de las elecciones en Alemania parecía un trámite pero no lo fue tanto. Tal y como estaba previsto, Ángela Merkel fue reelegida como canciller, pero con un 33% de los votos, perdiendo más de 8 puntos y sacando el peor resultado de los democristianos en siete décadas. Los socialdemócratas han seguido ahondando en su caída electoral obteniendo el bipartidismo germano apenas el 50% de los votos. Pero -aunque ya vaticinado en las encuestas- el terremoto político es el ascenso de la antieuropeista y xenófoba Alternativa para Alemania, como tercera fuerza con el 13% de los votos.

Cuando termine esta legislatura Angela Merkel sumará dieciseis años al frente de la locomotora germana, la potencia más poderosa de Europa y la que domina sin discusión las instituciones de la supranacionales de la UE. Sin embargo, y a pesar de haber conseguido empalmar cuatro mandatos, algo se mueve en los cimientos del hasta ahora sólido régimen de partidos germano.

Los democristianos de Merkel esperaban una cómoda victoria, quizá con alguna ligera pérdida de apoyo, nada preocupante. En todo caso la incógnita era con quién podrían gobernar, si la fórmula de la ‘Grosse Koalition’ con los socialdemócratas no se pudiese reeditar.

Los resultados de la noche electoral les otorgaron el triunfo, sí. Pero con apenas el 32,9% de los votos, el peor resultado democristiano desde la fundación de la RFA en 1949, lo que significa una pérdida de 8,5 puntos respecto a los comicios anteriores. El sólido suelo electoral pisado hasta ahora por una canciller que se creía respaldada por unos indiscutibles resultados económicos y políticos se había hundido unos inquietantes palmos.«Aunque las políticas de Merkel han logrado que Alemania capee las aguas más gruesas de la crisis, han aumentado el abismo social y expandido la precariedad y la pobreza.»

Pero a la otra pata del robusto sistema bipartidista alemán le había ido mucho peor. A los socialdemócratas (SPD) de Martin Schulz -socios de Merkel durante tres legislaturas- los últimos ocho años de colaboracionismo y de ‘sentido de Estado’ les han hundido en las urnas, divorciándoles de su electorado. En otro peldaño de su suidicio electoral, el SPD ha perdido otro 4,5% de los votos, y ha obtenido apenas el 20%, también su peor resultado en décadas.

El sumatorio de la llaga democristiana y del batacazo socialdemócrata tiene como resultante que el edificio bipartidista -la estructura que ha sostenido el poder de la burguesía monopolista alemana durante los últimos 70 años- haya quedado seriamente agrietado. El balancín CDU-SPD, hasta ahora capaz de absorber más del 75% de los votos, apenas si ha cosechado el apoyo del 50% del electorado. Los dos grandes partidos que han garantizado la estabilidad del dominio oligárquico teutón -sobre el pueblo trabajador alemán y sobre el exterior- desde el fin de la II Guerra Mundial empiezan a mostrar signos de vejez y agotamiento.

Junto al agrietamiento del bipartidismo, la otra gran noticia de estas elecciones alemanas es sin duda la entrada en el Bundestag -por primera vez desde la II Guerra Mundial- de un partido de extrema derecha, Alternativa para Alemania (AfD), con el 12,9% de los votos. Una formación que une a su discurso xenófobo, antiinmigración y islamófobo un programa nacionalista y profundamente antiUE. Su entrada en la cámara baja estaba vaticinada por los resultados de las elecciones regionales del año pasado, donde AfD entró en 13 de 16 parlamentos.

Detrás de AfD, y en este orden, aparecerían los liberales del Partido Demócrata Libre (FDP), con un 10,7 %; los izquierdistas poscomunistas de La Izquierda, con el 9,2 %; yen último lugar, los ecologistas de Alianza 90/los Verdes, con un 8,9 %.

La pregunta está ahora en con quien gobernará Merkel, que necesita por ley formar coalición con al menos uno o dos partidos para alcanzar la mayoría parlamentaria de más del 50% de los votos. Como ya dijeron durante toda la campaña electoral, los socialdemócratas de Martin Schulz descartaron unirse -sería la cuarta vez consecutiva- a una Grosse Koalition. Schulz ha asegurado que la “tarea” del SPD ahora es “liderar la oposición”.

Descartada total y absolutamente cualquier acuerdo con la AfD -ante el que todos los demás se han conjurado en formar un «cordón sanitario»- y con un Parlamento de 690 diputados, al CDU/CSU de Merkel (238 escaños), le queda la única opción viable de formar un inédito tripartito con los liberales del FDP (78 diputados), y los ecologistas de Alianza 90/Los Verdes (65 escaños). La canciller se ha mostrado partidaria de esta fórmula con liberales y verdes, aunque ha reconocido que las negociaciones serán difíciles, pero que por encima de todo está formar un «gobierno fiable».

El agrietamiento del bipartidismo teutón.

El agrietamiento del bipartidismo es un fenómeno que es observable en otros países del entorno europeo, como en Francia o en España, pero en Alemania tiene una particularidad. Si en otros países de la UE es producto del severo desgaste de uno y otro color del tándem bipartidista, fruto aplicar las agresivas políticas antipopulares de recortes marcadas por las directrices de austeridad Bruselas y Berlín… en este caso se da en la incuestionable locomotora económica de Europa, que ha sorteado los efectos más adversos -económicos, políticos y sociales- de la crisis.

Alemania ha utilizado su puesto dominante en los órganos de decisión de la UE para imponer políticas y balances comerciales favorables para su economía, trasladando las pérdidas de la crisis, que han recaído -impuestos bajo las exigencias de la inflexible batuta germana- sobre otros países más débiles y dependientes de la cadena imperialista, en especial a los del sur de Europa: Grecia, Portugal y España. El gran eje de sus políticas europeas ha sido desempaquetar todos los instrumentos de tortura financiera para lograr que los bancos alemanes cobren hasta el último euro de los ‘PIGS’.

Aunque la crisis de la Eurozona -agudizada con el Brexit- ha creado profundas turbulencias en la Europa alemana, en los última década el poder de Alemania se ha colocado muy por encima del resto de las potencias de la UE, sustituyendo el tradicional eje franco-alemán por un liderazgo firme y solitario.

Pero siendo cierto que las políticas de Merkel han logrado que Alemania capee las aguas más gruesas del temporal de la crisis, manteniendo bajo el nivel del paro y una industria muy competitiva, no es oro todo lo que reluce. Los sindicatos alemanes advierten que lo que se ha producido es una redistribución del trabajo existente en condiciones de precariedad. El cómputo total de horas trabajadas es el mismo que antes de la crisis. Simplemente, el mismo empleo se ha troceado y precarizado, extendiéndose como una plaga los «minijobs» de 500 euros. Uno de cada cuatro empleados trabaja por menos de nueve euros a la hora y casi un millón y medio por menos de cinco. Se han perdido 1,6 millones de empleos a tiempo completo, reemplazados por tres millones a tiempo parcial.

Las políticas de Merkel, favorables de forma draconiana a los intereses monopolistas y apenas maquilladas por algunas medidas de sus socios socialdemócratas, han hecho que aumente el abismo social. La clase media siente en la nuca el aliento de la globalización y ve como bajan sus rentas y su poder adquisitivo. Las desigualdades también se han acentuado, de la mano de un gobierno en el que la CSU bávara, representante de la burguesía de las regiones ricas, impone una política insolidaria hacia las zonas menos desarrolladas. Los habitantes de los länder ricos del Sur tienen una renta por habitante muy superior a los de la Alemania del Este o Berlín.

Todo ello contribuye a antagonizar las contradicciones de amplias capas de las clases populares alemanas con el modelo político de su clase dominante, y a que cada vez más votantes busquen escaparse del balancín bipartidista. Esto explica especialmente bien la contínua sangría de votos de los socialdemócratas, cuya base electoral no soporta más la conciliación con Merkel y sus políticas.

El ascenso de AfD, algo más que una señal de descontento popular.

El ascenso de Alternativa para Alemania -como el de otros partidos similares como el Frente Nacional francés de Marie Le Pen- tiene dos factores que lo explican. En primer lugar es preciso señalar que según diversas encuestas y estudios, esta formación ha reunido a sus votantes de fuentes muy diversas del espectro sociológico e ideológico alemán. Según fuentes de la demoscópica Infratet dimap «AfD agregó votantes, en primer lugar, de aquellos que antes se abstenían a acudir a las urnas, como forma de protesta o por apatía, que representan 1.280.000 votos; después, los 1.070.000 votos que proceden de la Union de Merkel; y en tercer lugar, los 500.000 votos migrados del SPD». Hay otras fuentes que incluso hablan que el trasvase de apoyos desde antiguos votantes de la izquierda habría sido mayor.

Los rasgos más conocidos y publicitados del programa de AfD hacen referencia a la xenofobia, el racismo, su rechazo a la inmigración (sobre todo a la islámica y a los refugiados) y a su condición de populismo ultraderechista. Y siendo todo esto tan certero como tenebroso, no es menos cierto que es el segundo aspecto de su política el que permite que su mensaje arranque apoyos de fuentes mucho más trasversales.

Porque además de su mensaje xenófobo y ultraderechista, Alternativa por Alemania propone también una reorientación completa de la política germana en la escena internacional. Su programa aboga por que Alemania abandone la Unión Europea y recupere el marco. Se opone a los acuerdos de comercio exterior como el TTIP y CETA, está en contra de una hipotética adhesión de Turquía a la UE. Y, además, exige poner fin a las sanciones contra Rusia y se muestra a favor de trabajar de forma más estrecha con el gobierno de Vladímir Putin.«Además de su mensaje xenófobo y ultraderechista, Alternativa por Alemania propone también una reorientación completa de la política germana en la escena internacional.»

De manera homóloga al Frente Nacional francés, AfD reclama un nuevo papel y una nueva política para Alemania en el mundo, que no se base en el rígido corsé de la Unión Europea, y sobre todo que no se someta a la subordinación y el tutelaje de unos Estados Unidos en claro declive. Una superpotencia que de la mano de Donald Trump -a diferencia del trato dispensado por Obama a Merkel, a Alemania y la UE- tiende de forma creciente a marginar los intereses de Alemania, cuando no a pisotearlos groseramente.

No es de extrañar pues, que no sólo entre las clases populares, sino que en determinados sectores de la clase dominante alemana y de sus círculos de poder políticos estén surgiendo apoyos, simpatías y adeptos a esta nueva «alternativa» para el país. Este -el sustento de un sector, minoritario pero significativo, de la burguesía monopolista alemana a la opción de AfD- es el segundo factor que explica su sorprendente ascenso.

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