A propósito de Ágora (3)

Alfonso X el Sabio: un precursor del Renacimiento

Si la pimera etapa de la Escuela de Traductores de Toledo, como vimos en la entrega anterior, hunde sus raí­ces en el pasado, en el resplandor del Califato Omeya, la segunda etapa, todaví­a más brillante si cabe, se proyecta hacia el futuro, sentando muchas de las bases culturales, filosóficas y cientí­ficas de las que se nutrirá el Renacimiento y, con él, la edad moderna.

Al frente de esta segunda etaa sobresale sobre cualquier otra cosa la poderosa figura del rey Alfonso X el Sabio. De su reinado dirán los miembros de la Real Academia de la Historia, en el prólogo de la reedición de 1807 del libro de Las Siete Partidas encargado por Fernando VII: “quizá se debió su poca suerte a que los estudios que hizo lo sacaron de su siglo”.Y es que, en efecto, de Alfonso X se puede decir que fue un rey que, en numerosos aspectos, se adelanto casi dos siglos a su época. Unidad jurídico-políticaViviendo en el período de auge de la cultura medieval, fue sin embargo, políticamente, un precursor de la transición del feudalismo al Estado Moderno, al intentar someter progresivamente a la autoridad central del soberano tanto a la Iglesia como a la nobleza.Este es el fin último de la recopilación de Las Siete Partidas, una auténtica summa jurídica cuya vigencia llegó en el mundo hispano (comprendida Iberoamérica) hasta bien entrado el siglo XIX. Con ellas, Alfonso X buscaba unificar jurídicamente sus reinos, pero no por vía local, como intentaron hacer algunos de sus predecesores, otorgando los mismos fueros a distintas localidades, sino a través del establecimiento de una ley general de aplicación en todo el territorio. Lo que le valdría un estado permanente de insurrección de la alta nobleza castellana, empeñada en limitar el poder real y reafirmar su poder feudal frente al monarca.Puede decirse que todos los infortunios políticos de sus reinado –que concluyen en su turbulenta sucesión– tienen su origen en el pulso librado por Alfonso X con la nobleza y la Iglesia para recortar sus poderes y proceder a una mayor centralización política del reino.Hasta tal punto su visión de un único poder político centralizado fue adelantada a su tiempo, que tendrían que transcurrir más de dos siglos extremadamente turbios, hasta la llegada de los Reyes católicos, para que la unificación jurídico-política intentada por Alfonso X empezara a hacerse realidad.La sistematización de todo el derecho (canónico, civil, penal, procesal,…) conocido en la época desde los tiempos del derecho romano, así como la limpieza, sencillez y belleza del lenguaje utilizado le dieron una enorme difusión y prestigio tanto en Castilla como fuera de ella, extendiéndose por todo el Occidente cristiano. Se convirtió en un texto de estudio imprescindible en todas las universidades de la época y fue –cosa prácticamente insólita para una obra en aquellos tiempos– traducida a numerosos idiomas, entre ellos el catalán, el portugués, el gallego o el inglés. Unidad lingüística y culturalAunque durante el reinado de Alfonso X (1252-1584) la afluencia a Toledo de intelectuales y eruditos atraídos por el dinamismo cultural de la ciudad sigue siendo continua, la Escuela de Traductores, sin embargo, va a conocer dos importantes cambios que tendrán una importancia trascendental.En primer lugar, las nuevas generaciones de traductores, a diferencia de la primera etapa, son ya en su inmensa mayoría de origen hispano, predominantemente sefardí, y nacidos en la propia ciudad de Toledo. Esta base material de traductores que se expresan y dominan la lengua romance, el castellano –además del árabe, el griego, el latín y el judío– hace posible que las traducciones ya no se viertan sólo a la lengua culta, el latín, sino también a la lengua vulgar, el castellano.Lo que unido a la voluntad del monarca –movido también en este ámbito por el deseo de unificar culturalmente a sus reinos y lingüísticamente a sus súbditos– de dotar de una lengua común a las tres comunidades (cristianos, musulmanes y judíos) y facilitar la unidad cultural de su reino, va a hacer que el idioma castellano dé un salto cualitativo, pasando de ser una lengua destinada exclusivamente a la comunicación oral, a convertirse también en un vehículo de expresión de conocimientos filosóficos y científicos y en una lengua poética.Para ello, la Escuela de Traductores se verá obligada a hacer un ingente esfuerzo de innovación, desarrollo y modernización de la lengua, adaptando, inventando o “castellanizando” los conceptos y las formulaciones necesarias para que la vulgar lengua romance fuera capaz de expresar con precisión tanto el conocimiento del mundo antiguo como las aportaciones filosóficas y científicas desarrolladas con posterioridad.Lo cual, a su vez, tendrá un efecto revolucionario sobre la cultura de la época, apartándola del contexto clerical en la que hasta entonces se había movido exclusivamente, y en el que sólo se utilizaba el latín, acercándola a la gente de la Corte y a los sectores ilustrados de la sociedad, que sabían leer y escribir, pero la mayoría de ellos no en lengua latina. Del Renacimiento a Newton Pero no es sólo en el idioma donde se produce un cambio trascendental en la Escuela de Traductores con la llegada de Alfonso X. También hay un giro radical en la temática de las obras traducidas, puesto que ahora, por encima de las obras filosóficas o religiosas, van a predominar las astrológicas, astronómicas, físicas y matemáticas.A diferencia del anterior, el mecenas que llega no es un poderoso príncipe de la Iglesia, el arzobispo de Toledo, sino el rey. Un rey, además, que se preocupa por estos temas, que participa activamente en esta labor, que planifica, dirige y revisa personalmente los trabajos de su equipo, un rey culto, un rey escritor, un rey científico. En suma un rey sabio, como lo calificarán sus coetáneos y lo conocerá la posterioridad.Si hay un campo científico donde esta segunda etapa de la Escuela de Traductores de Toledo destaque especialmente es el la astronomía, aunque sin despreciar tampoco la traducción de obras matemáticas, geométricas, astrológicas y geománticas de origen árabe. La traducciones de las obras astronómicas se compilaron en los Libros del saber de astronomía,.Entre los traductores destaca la figura señera del sefardí Yehudá ben Moses, quien desplegó una inmensa obra de erudición, en colaboración con Rabiçag, el personaje más destacado en cuanto a su formación científica, traduciendo la Azafeha de Azarquiel, el texto unánimemente valorado como la mejor síntesis de astrología greco-árabe, el Libro conplido de los iudizios de las estrellas de Ali Aben Ragel, el Libro de la ochava esfera partiendo de un original de astronomía caldea, el Lapidario, un tratado astrológico o las Tablas alfonsíes, consideradas como el mayor logro de la Escuela de Traductores en esta segunda etapa, que ofrecen las tablas necesarias para el cálculo astronómico según el meridiano de Toledo, que sería el utilizado universalmente durante varios siglos hasta que la potencia británica, también en el terreno científico, impusiera el meridiano de Grenwich.Destaca también en este terreno Abraham de Toledo que hacia 1270 traduce El libro de la constitución del universo y el famoso al−Mi’raj, traducido al castellano como La escala de Mahoma.Además de vertir hacia el occidente cristiano conocimientos matemáticos tan importantes como la trigonometría islámica o el sistema sexagesimal, sin duda la aportación más decisiva a la ciencia de la Escuela es la concerniente a las disciplinas astronómicas. Sus traducciones de las astronomía de la Antigüedad clásica y del mundo árabe van a convertirse en el punto de partida de una nueva astronomía europea. Desde el monje polaco Copérnico con su revolucionaria hipótesis de un sistema heliocéntrico hasta Kleper con sus estudios acerca de las órbitas planetarias, pasando por Galileo Galilei y sus desarrollos de la óptica tendrán como fuente inexorable de sus trabajos las obras de la Escuela de Traductores. Incluso el gran genio científico de la Edad Moderna, Isaac Newton, partirá de ellas para sus estudios sobre el campo gravitatorio de la tierra.La influencia en este sentido de la Escuela de Toledo en el pensamiento científico posterior es verdaderamente inmensa. No sólo por el trasvase de conocimientos entre el mundo antiguo y el moderno, entre Oriente y Occidente que propició, sino porque, al hacerlo, introdujo también en el pensamiento europeo la adopción del método experimental usado por los científicos y pensadores árabes islámicos, basado en la experiencia, la observación y la analogía, herramientas empíricas básicas para el desarrollo de la ciencia moderna.Por ello no es de extrañar que Newton, en la carta a su colega, el también científico Robert Hooke, dijera en 1676 aquello de “Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes”.Al dar a conocer las obras de estos “gigantes”, la Escuela de Traductores de Toledo bajo el mecenazgo de Alfonso X contribuyó de forma excepcional a despertar el interés científico que explotó en el Renacimiento, alumbrando nuevos modelos teóricos que se aupaban en los hombros de la Escuela de Toledo, sin cuyas traducciones, salvadoras de las tradiciones del mundo antiguo, podemos decir sin ningún género de dudas que hubiese sido mucho más arduo y complejo iniciar el camino que desembocaría en la Revolución científica. ¿Fe contra razón? Es de todo punto imposible pretender tratar, siquiera mínimamente, en tan breve espacio un tema de tal amplitud como el que dijimos al principio del serial que proponía la película de Aménabar: la contradicción entre fe y razón o, visto como corresponde, en sus manifestaciones históricas concretas, la contradicción entre Religión y razón (ciencia y/o filosofía).Una contradicción que ya empieza a despuntar en la Grecia clásica (y con relativa fuerza, una de las acusaciones que condenarán a la muerte a Sócrates será la de impío, es decir incrédulo o escéptico ante los dioses y transmitir esa actitud a los jóvenes atenienses), justo en el momento en que aparece la filosofía y los primeros rudimentos de la ciencia. Pero no adquirirá toda su dimensión hasta la trasformación del cristianismo en religión del Estado, lo que convierte a la Iglesia Romana en el primer aparato ideológico dotado de una doctrina propia, a la que la filosofía y la ciencia deben someterse.En última instancia, la contradicción entre fe y razón hace referencia, en términos filosóficos, abstractos, a la contradicción entre el mundo exterior objetivo y el mundo subjetivo del hombre y la relación entre ellos. Ambas forman una unidad de contrarios que se sostienen y se interpenetran mutuamente, en una permanente relación de unidad y de lucha, de identidad y oposición. Sin embargo, no es posible abordar correctamente esta contradicción en términos absolutos e inmateriales, pues también ella está sometida a las condiciones materiales de existencia dadas en cualquier etapa histórica. ¿De qué fe, de que religión estamos hablando o de qué etapa en el curso de desarrollo de esa fe o de esa religión? ¿De qué filosofía, de qué ciencia o de qué etapa en la historia de las ciencias estamos hablando?Las relaciones entre fe y razón, entre Religión y Ciencia, no han sido invariables a lo largo del tiempo y, por lo tanto, pretender encerrarlas en un único sistema de relaciones global, atemporal y ahistórico es, por más que se pretenda presentarlo desde el más acendrado racionalismo, puro y simple confusionismo y oscurantismo Da lo mismo que se trate de un ataque racionalista contra la fe o de una defensa de ésta frente a los abusos de la razón.No es que el mundo antiguo de la Grecia clásica tuviera una mayor predisposición hacia el conocimiento, hacia la filosofía y la ciencia, sino que entonces no había una Iglesia organizada, ni una casta sacerdotal de carácter universal, dotada de la capacidad de imponer una doctrina coherente a la Filosofía, o de incorporar algunas tesis de los filósofos a su propio discurso teológico, tal como harían Agustín de Hipona con Platón o Tomás de Aquino con Aristóteles. Como consecuencia de ello, la presión que las castas sacerdotales o el Estado ejercían sobre filósofos y científicos de la Antigüedad era de orden muy distinta, e inferior, al que pudieron ejercer la Iglesia o el Estado en la Edad Media o en la Moderna.Durante cerca de un milenio, la Iglesia Romana, como aparato de poder que se extendía por encima de los Estados, coordinándolos y tendiendo a subordinarlos por los procedimientos más variados que incluían la persuasión y el consenso, pero también la excomunión y la violencia, tuvo ese poder sobre la ciencia, trabando su desarrollo.

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