SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Acerca de lo que importa

Tradicionalmente, cuando se planteaba la discusión acerca de esa específica violencia política que se manifiesta en forma de altercados callejeros, destrozos de mobiliario urbano, ataques a sucursales bancarias o de partidos y otros incidentes similares, siempre surgía quien, llegada una cierta altura del debate, la contraponía a la violencia estructural del sistema. Según este argumento, el capitalismo es un modo de producción basado en la explotación de los individuos y, en su fase imperialista, en la de los pueblos, lo que hace que para ese régimen económico la violencia no represente un elemento accidental sino constituyente de su propia esencia.

La argumentación, todo hay que decirlo, en algunos momentos podía tener la apariencia de transcurrir en un plano superestructural o, si se prefiere formularlo con otros términos, de contraponer magnitudes por completo heterogéneas. La realidad de una de ellas no parecía ofrecer dudas: de determinadas manifestaciones de violencia política, como, pongamos por caso, los actos vandálicos llevados a cabo por grupos de encapuchados en el centro de una ciudad solemos tener noticia a través de las imágenes que nos ofrecen profusamente los medios de comunicación. En cambio, la supuesta explotación denunciada por los críticos de la violencia estructural no siempre resultaba tan evidente.

Hasta tal punto ese dispositivo básico del sistema quedaba oculto tras las apariencias en las épocas de bonanza que no faltaban los que llegaban a poner en duda que la presunta explotación fuera tanta o incluso que fuera tal, y con argumentos atendibles. En efecto, ella no parecía constituir un obstáculo para que amplios sectores de trabajadores llevasen existencias más o menos plácidas y confortables, adquiriesen sus viviendas en propiedad o afrontasen el pago mensual de su alquiler sin mayores problemas, pudiesen dar estudios superiores a sus hijos, mantener una actividad laboral estable y sostenida hasta su jubilación, y así sucesivamente.

Con toda probabilidad, una de las cosas más significativas que ha ocurrido en los últimos años ha sido que aquella difusa violencia estructural ha ido concretándose y adoptando unas aristas tan afiladas como hirientes. El resultado es que la propia expresión “violencia estructural”, que en algún momento pudo sonar a abstracción casi vacía —cuando no a polvorienta épica política— ha devenido la que mejor cumple hoy la función de describir realidades perfectamente identificables y de una extrema dureza. Los trazos mayores que describen el actual estado de cosas están en la cabeza —cuando no en la retina— de todos.

Así, no hay forma humana de relativizar la tragedia, también personal, de los que se han visto expulsados del mercado de trabajo o, tal vez peor aún, de quienes, como los jóvenes, no vislumbran la menor posibilidad de incorporarse a él por vez primera. Por otra parte, los salarios de los que tienen un empleo han sufrido una drástica reducción, rebautizada por los patrocinadores de los recortes como “devaluación interna”. Además, los trabajadores de mayor edad se han visto sustituidos por otros, más jóvenes, precarios y peor pagados. Por si todo esto fuera poco, la vivienda en propiedad ha dejado de ser una meta alcanzable por amplios sectores de la población para convertirse en el origen de las desdichas de muchas familias, desahuciadas y condenadas a penar de por vida con su deuda a cuestas, reclamada de manera inmisericorde por las entidades bancarias. Ni siquiera, en fin, el acceso al trabajo es ya garantía de nada: la figura del trabajador pobre, que a pesar de tener unos ingresos más o menos regulares no consigue satisfacer las necesidades básicas de su familia, ha irrumpido, muchos temen que para quedarse, en el escenario de nuestra realidad.

No se trata de presentar el extenso catálogo de males que en este momento asuelan a nuestra sociedad sino de resaltar cómo basta con la mención de algunos de ellos para comprender el generalizado cambio en nuestra percepción de la violencia estructural, que ha pasado a aparecer de manera creciente y generalizada como una amenaza inmediata. Los múltiples matices de la amenaza acaso podrían quedar resumidos en un solo trazo: la exclusión ha ampliado su radio de acción y ya no se cierne, como hasta ahora tendía a darse por supuesto, solo sobre sectores marginados. Muchos de quienes antaño se creían a salvo de ella empiezan ahora a verse a sí mismos como vulnerables.

Dudo mucho que sea posible interpretar adecuadamente lo que nos está sucediendo sin hacer referencia a este registro subjetivo tan generalizado, a este profundo malestar colectivo, que constituye el obligado marco de inteligibilidad en nuestros días. Ello no equivale, claro está, a dar por buena cualquier respuesta al mismo que se pueda ofrecer, como suelen hacer quienes, con calculada ambigüedad, utilizan como sinónimos “contextualizar” con “justificar”. Es más, probablemente nuestra mayor dificultad en la hora actual sea la de ser capaces de diferenciar las respuestas tan comprensibles como inútiles (cuando no directamente contraproducentes) de aquellas otras que puedan dirigir el hirviente magma de la desesperación de tantos hacia donde hay, en efecto, más posibilidades de acabar con las causas que la han hecho posible.

Lo que está fuera de toda duda en cambio es que buena parte de las maneras heredadas de abordar estos asuntos ha dejado de resultarnos de utilidad. El viejo principio según el cual la política se sustancia en el establecimiento de las prioridades sociales adquiere en este instante una apremiante actualidad. En el fondo, los mejores pensadores de cada época han sido aquellos que han sido capaces de percibir la necesidad de alterar el orden heredado de lo que se tenía por importante. Así, por no remontarnos demasiado atrás en el tiempo, Richard Rorty advirtió en los setenta acerca de la prioridad de la democracia sobre la filosofía y poco después, ya en los ochenta, el filósofo británico Derek Parfit sostenía que el yo no es lo que importa, subrayando con ello que la problemática de la identidad personal, tan importante para un nutrido grupo de teóricos contemporáneos, había dejado de estar en primer plano.

Hoy podríamos afirmar cosas parecidas, pero por muy diferentes motivos. Desde luego que Parfit fue premonitorio al señalar que el yo no importa porque han dejado de urgir asuntos que hasta hace poco eran tenidos por cruciales, como la constitución de la propia identidad, o dirimir cuál de los múltiples yoes que somos o hemos sido es el fundamental. Pero resultaría de todo punto inconsecuente que alguien aceptara con naturalidad lo anterior y, a continuación, considerara que nada hay más apremiante en el presente que reivindicar el ser de un pueblo (sea este el pueblo que sea, obviamente) o sostuviera que el problema fundamental de una determinada comunidad es el de su reconocimiento (puro hegelianismo identitario, a fin de cuentas).

No pretendo plantear una cuestión académica ni, menos aún, puramente especulativa. Por el contrario, me agradaría ser capaz de arrojar algo de luz sobre aquello que nos está pasando en la actualidad. Así, las fuerzas y partidos que movilizan a la ciudadanía (o se suman a sus movilizaciones más o menos espontáneas) con el argumento de que resulta inaplazable que aquella se pueda pronunciar directamente sobre determinados asuntos, convirtiendo con sus prisas dicha reivindicación en la prioridad absoluta de su política, deberían rendir cuentas por aquello que, en ese mismo gesto, están dejando de lado. Porque de ser cierta la sumaria descripción de nuestra realidad que en la primera parte de este papel se presentaba, con lo que en estos momentos nos las estaríamos viendo sería con un problema, sencillamente dramático, de supervivencia para mucha gente. Tiene delito que, frente a esto, haya quien parezca sostener, parafraseando a Rorty, la prioridad de la independencia sobre la pobreza, o de la forma de Estado sobre la miseria generalizada.

Deja una respuesta