España-EEUU, historia de una dependencia (2)

A las órdenes del imperio, sí­ o sí­

En la entrega anterior, y frente a la unánime satisfacción de todos los medios de comunicación por la entrada de Zapatero en el despacho oval de la Casa Blanca como manifestación de la «normalización de unas relaciones de amistad que nunca debieron deteriorarse», establecimos cómo, en realidad, las relaciones hispano-norteamericanas desde los años 50 son, en sustancia, la historia de una dependencia. Dependencia cuya máxima expresión encontramos en los años 70 y 80, cuando Washington va a conducir -de grado o por fuerza- el rumbo polí­tico y el destino de España hacia la órbita de sus intereses.

Para mucha gente rogresista de nuestro país, los orígenes del “desencanto” y de la progresiva pérdida de peso político, social y electoral de las fuerzas de izquierda en España hay que buscarlos en el período de la Transición, entre 1973 y 1980. Unos años en los que la lucha de varias generaciones por acabar con la dictadura franquista no consiguió los objetivos que perseguía, dando como resultado un régimen político y una estructura social que poco tienen que ver con los deseos y aspiraciones por los que se había combatido.La realidad, sin embargo, es que no hubo tal fracaso de la izquierda en la transición, en el sentido de que no se conquistaran los objetivos que se había fijado. El problema está en cuáles eran esos objetivos. Y que, sorprendentemente, no diferían en lo sustancial –más allá de la radicalidad de las formas– de los que perseguía el hegemonismo norteamericano. También Washington buscaba en aquellos años, y maniobró activamente para conseguirlo, liquidar un régimen franquista decrépito, cada vez más erosionado por la lucha popular y en el que, por añadidura, algunos de sus principales aparatos (sobre todo el ejército) se resistían a ser intervenidos y controlados por EEUU. Y sustituirlo por una democracia bajo control, lo suficientemente intervenida e influenciable como para integrarse plenamente en sus alianzas políticas y militares e instalarse de lleno bajo la órbita de su dominio.¿Cómo es posible que EEUU y las principales fuerzas de la izquierda caminaran por un mismo carril?Sobre la transición se ha prefabricado una auténtica mitología, colocando como modelo el gran pacto que, orillando los radicalismos a derecha e izquierda, consiguió salvar las resistencias del bunker franquista y permitió construir una democracia que desterrara algunos de los fantasmas del pasado (los enfrentamientos guerracivilistas, la democracia como un paréntesis…) Algunos sectores de la izquierda, que se tienen a sí mismos como ‘radicales’ o consecuentes’, disienten de esta mitología, para denunciar un cambio de régimen pactado con los poderes fácticos del franquismo, que no acometió la depuración de los aparatos del Estado e instauró una democracia limitada.Pero estas dos versiones tan opuestas en apariencia, coinciden sin embargo en un punto crucial: hacer desaparecer la presencia decisiva de EEUU pilotando todo el proceso de la transición. Lo que una y otra ocultan es que la obra de la Transición, a pesar de que los actores que aparecen en escena sean todos españoles, tiene guionistas y directores con inconfundible acento norteamericano. Pero esta intervención había sido convenientemente ocultada –con la inestimable colaboración de los dirigentes de las grandes fuerzas de izquierdas, PSOE y PCE– a los ojos del gran público. Como reconocería un viejo luchador antifranquista al finalizar una de nuestras Escuelas Populares de Marxismo dedicada a la Transición: “la película que yo viví entonces, no tenía nada que ver con la realidad de fondo de lo que estaba pasando”.Justo en los momentos claves de nuestra historia mas reciente, cuando la intervención norteamericana se hace más aguda –forzando el cambio de régimen, para más tarde imponer la entrada inmediata en la OTAN, provocando la dimisión de Suárez y poniendo en peligro el mismo régimen democrático–, las fuerzas de la izquierda dirigirán sus armas contra el búnker franquista, contra los gobiernos de la UCD, contra la Iglesia, contra los residuos de la aristocracia terrateniente… pero jamás contra la intervención norteamericana. ¿Cómo iba a ser posible entonces conquistar una democracia plena sin denunciar y luchar contra los límites que imponían los intereses norteamericanos? Años 70, la oportuna voladura de Carrero Desde que EEUU, tras la firma de los acuerdos sobre las bases en 1953, tomó el relevo del histórico papel que habían jugado Francia e Inglaterra de encadenarnos a sus respectivas órbitas de influencia, no es posible explicarse ni entender ninguno de los principales acontecimientos políticos ocurridos en nuestro país sin partir del determinante papel jugado en ellos por Washington.Por definirlo con más precisión, cada uno de los grandes cambios políticos que han decidido el rumbo principal y el destino de la sociedad española en esos 50 años han estado determinados por las necesidades que la lucha de clases a nivel internacional ha impuesto a la estrategia y a los planes proyectos norteamericanos.La primera de ellas, la necesidad de dar una respuesta política y militar a la ofensiva de su gran rival por la hegemonía mundial, la superpotencia soviética, lanzada a una agresiva ofensiva expansionista tras la derrota norteamericana en Vietnam a principios de los años 70. Y el centro de esa ofensiva lo constituye, justamente, el control de Europa Occidental, en cuya retaguardia estratégica se sitúa la península ibérica.Ante esta ofensiva soviética, EEUU necesita fortalecer su posición política y militar en el frente europeo.El denominado “vientre blando de Europa” –cuya plena integración en la estructura militar norteamericana como retaguardia ante un previsible conflicto con la URSS es imprescindible– constituye uno de sus puntos más débiles. Las dictaduras portuguesa, griega y española –en fase terminal, sostenidas hasta entonces por Washington pero repudiadas ampliamente por la población y con partidos prosoviéticos cada vez más influyentes– son un permanente factor de inestabilidad. Su reconversión en regímenes democráticos bajo férreo control norteamericano se convierte en una prioridad para Washington a comienzos de los años 70.Cambiar el régimen para salvar al Estado Con esta consigna –“cambiar el régimen para salvar el Estado”– el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, se va a labrar a partir de 1973 el camino que conducirá a su aceptación en el nuevo régimen que se está diseñando. No en vano ese es, exactamente, el objetivo que persigue Washington: liquidar el régimen franquista, sustituyéndolo por un modelo democrático más o menos limitado, para salvar lo esencial del Estado, aumentando en ese proceso su capacidad de intervención, control e influencia sobre sus aparatos fundamentales. Y lleva buscándolo, de forma tan brutal como efectiva, desde unos años antes. De hecho, el atentado contra Carrero Blanco en diciembre de 1973 es el pistoletazo de salida definitivo.Carrero Blanco, nombrado jefe de Gobierno en octubre de 1973, ha sido la mano derecha de Franco desde 1940, y es el único cuadro que, en los estertores finales del franquismo, parece capaz de mantener unidas a sus distintas familias y con ello asegurar una cierta continuidad del régimen.Mientras el resto de dirigentes del régimen franquista pertenecen a uno u otro clan, todos ellos enfrentados entre sí por intereses particulares y por la visión que tienen de cual debe ser el futuro tras la muerte de Franco, Carrero es un hombre que está “por encima” de estas familias y clanes franquistas (falangistas, ex-combatientes, tecnócratas, burócratas del Movimiento, del Opus Dei, aperturistas,…) y el único capaz de servir de factor de equilibrio entre ellas, creando así las condiciones necesarias para prolongar el franquismo el mayor tiempo y con los menores cambios posibles.El atentado contra Carrero va a propiciar el “golpe de timón” necesario para adecuar de forma precisa el rumbo político del país a los intereses norteamericanos. Su desaparición marca el inicio de la Transición, es el golpe más duro recibido por el régimen franquista en toda su historia y constituye una reconducción política de primera magnitud diseñada por Washington y ejecutada desde fuera del régimen político y mediante el uso del terrorismo de ETA.Reconducción cuyo objetivo es eliminar de un sólo golpe al elemento catalizador de las fuerzas franquistas que –desde el centro mismo del poder político y militar– aparecía como el principal obstáculo para el desarrollo de una transición capaz de adecuar el régimen político español a las necesidades de EEUU. El comando está bajo control Las reiteradas resistencias de Carrero Blanco a las presiones norteamericanas para proceder a una apertura del régimen franquista tienen su máxima expresión en la reunión que el día anterior al atentado, y durante más de seis horas, mantiene con el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger.En la entrevista, calificada de “tormentosa” por las fuentes de la época, Carrero se opone radical y tajantemente a todas y cada una de las propuestas de Kissinger y, con ello firma su sentencia de muerte.Después del atentado se sabría, gracias al libro “Operación Ogro” escrito por el propio comando etarra, que la facilidad para atentar contra el presidente del gobierno español le había sido facilitada por personas “ajenas a la organización, alguna de ellas extranjera”. Por aquella época, 1973, ETA como organización armada estaba todavía en sus inicios y algunos de sus máximos dirigentes mantenían estrechos y privilegiados vínculos con altos dirigentes de los servicios secretos del PNV que durante toda la Guerra Fría habían trabajado activamente para la CIA.Nadie entonces pudo creer que los sofisticados equipos de radares y sónar de la embajada norteamericana, situada a 80 metros en línea recta del lugar del atentado, no detectaran la intensa actividad del comando etarra durante las semanas previas a la visita de Kissinger, cuando por esa razón se habían redoblado las ya habitualmente extremas medidas de seguridad y vigilancia.El entonces jefe superior de la policía de Madrid, Quintero Morente, un coronel del ejército muy vinculado a la CIA y que años después jugaría un papel de primer orden en la preparación del 23-F, transmite al propio Carrero la noche previa al atentado: “señor Presidente, el comando está bajo control”, ante los insistentes rumores en las altas esferas del régimen franquista de que un comando de ETA se encuentra en Madrid con el objetivo de secuestrar o atentar contra él.Tras el atentado, no se toman medidas especiales de control en carreteras, fronteras ni aeropuertos. El juez Luis de la Torre Arredondo, designado “juez especial con jurisdicción en toda España” para la investigación del atentado encuentra numerosos obstáculos en los aparatos de Estado para llevarla a cabo. El general Gutiérrez Mellado –que después jugaría junto a Suárez un papel clave en la transición– le confesará durante la investigación que también a él le ha llegado el rumor de que el atentado “había sido organizado por otros y que los de ETA habían actuado como la mano material de la CIA”, pero que no sabe decirle más porque “aquí hay tantos que querían quitarse de en medio a Carrero…”El fiscal del Tribunal Supremo de entonces, Fernando Herrero Tejedor, remite al mismo Franco un informe confidencial sobre el atentado que desaparece sin dejar rastro y sin que nada se haya sabido nunca de su contenido. Meses después Herrero Tejedor fallece en un accidente de tráfico en extrañas circunstancias.La conclusión del juez, 11 años después y cuando ya se ha dado carpetazo al asunto, es que “la CIA sabía que iban a matar a Carrero”. El inicio de la Transición del franquismo a la democracia hay que situarlo, pues, en un auténtico magnicidio diseñado por los servicios de inteligencia yanqui y ejecutado materialmente por ETA. La “relaciones de amistad” entre España y EEUU se intensifican, dándonos una idea precisa de quien va a llevar la voz cantante, en los siguientes años, en todo el proceso de la transición.Tras la muerte de Carrero, y a medida que se acentúa el declive físico de Franco, se produce un auténtico desembarco de la CIA en España. Centenares –otras fuentes hablan de miles– de agentes de la inteligencia norteamericana actúan en todos los frentes.Refuerzan los vínculos orgánicos, políticos y personales con los aparatos fundamentales del Estado (servicios secretos, cúpula militar, policía y guardia civil, ,…), juegan un papel decisivo en la emergencia y formación de los nuevos aparatos que están llamados a jugar un papel clave en el régimen que se avecina (partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación,…) o en establecer redes de intervención en los que tendrán que ser reconvertidos con el fin del franquismo (justicia, enseñanza, el mundo de la cultura…)A finales de 1974, hasta en programas de la televisión norteamericana se hace público que Portugal, Grecia, Italia y España constituyen en esos momentos una prioridad máxima para la CIA.

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