Zapatero reconoció que España tiene reformas pendientes, pero también apuntó que Alemania debe hacer más concesiones, en referencia a las duras exigencias que entraña para España el nuevo Plan de Competitividad, que Merkel espera lanzar en marzo desde Bruselas y al que el presidente concede «más importancia incluso que el paquete de rescate». «Deseamos una Europa más alemana», afirmaba el presidente español.
Merkel resionó ayer a Zapatero para que esta reforma se concrete en un plazo de unas pocas semanas, lo que facilitaría el apoyo de Alemania a flexibilizar el uso del fondo de rescate europeo para países como España, con eventuales problemas para financiar su deuda. Pero las nuevas exigencias de Angela Merkel no son fáciles de cumplir para Zapatero. Desvincular las subidas salariales del IPC es algo que los sindicatos no están dispuestos a aceptar en ningún caso y que podría volver a generar un enfrentamiento con el Gobierno. (EL MUNDO) EL PAÍS.- Los levantamientos que tienen lugar en esos tres países responden también a una urgencia capital. En Yemen, como en Túnez y en Egipto, los pueblos reclaman la libertad, el honor y la posibilidad de acceder a una vida decente. Los regímenes denostados han sido, para nuestros pueblos, la causa principal del marasmo y de la descomposición socioeconómica que nos deniegan el derecho a poder ascender en el concierto de las naciones. Pero de ningún modo se trata de revoluciones. Se trata de una reacción espontánea, incoherente y sin orientación precisa, cuyo objetivo es el de expulsar al tirano sin prever ni preocuparse por lo que vendrá después. Entrevista. El Mundo “Deseamos una Europa más alemana” Rosalía Sánchez «Zapatero quiere ponerle a Merkel la camiseta número 10». Así interpretaba ayer un corresponsal alemán en Madrid el símil futbolístico utilizado por el presidente español para pedir a Alemania un papel de liderazgo en la crisis de la deuda. El presidente español se erigía en una especie de míster europeo y señalaba: «Queremos que Alemania no sólo juegue a la defensiva, sino en posición destacada de ataque», en una entrevista conjunta con los cuatro principales diarios alemanes que ha garantizado a su mensaje una difusión sin precedentes en la prensa escrita germana. Y el mensaje, repetido hasta la saciedad, era: «España hace los deberes». En conversación con Handelsblatt, Frankfurter Allgemeine Zeitung, Süddeutsche Zeitung y Die Welt, Zapatero reconoció que España tiene reformas pendientes, entre las que mencionó la libertad de tarifas y la armonización fiscal y social con la UE, lo que significa más impuestos, pero también apuntó que Alemania debe hacer más concesiones en la integración económica, en referencia a las duras exigencias que entraña para España el nuevo Plan de Competitividad, que Merkel espera lanzar en marzo desde Bruselas y al que el presidente concede «más importancia incluso que el paquete de rescate». «Deseamos una Europa más alemana», afirmaba el presidente español, con el claro objetivo de agradar a la canciller Merkel, aunque a lo largo de su discurso sugirió que su Ejecutivo estaba imitando las reformas llevadas a cabo en Alemania por el ex canciller Gerhard Schröder, socialdemócrata, una alusión que no puede hacerle mucha gracia a la actual jefa de Gobierno. También recordó a los alemanes, que miran a España con ojos de reproche, que nuestro país ha participado en los rescates a Irlanda y Grecia, que los españoles gastamos anualmente unos 40 mil millones de euros en productos alemanes y que Alemania ha salido beneficiada de esta crisis, dado que financia su deuda a costes «muy bajos» y sus empréstitos estatales se han convertido en un puerto seguro para la inversión. El mensaje de Zapatero, a pesar de llegar en sonido cuadrafónico, no termina de convencer a la prensa alemana. Die Welt titulaba la entrevista «Zapatero busca la cercanía de Merkel» y publicaba un reportaje sobre las grandes autopistas de peaje españolas por las que, dice, ya nadie circula y que amenazan quiebras millonarias, una parábola del modelo de crecimiento español que resume con una frase de Felipe González: «Y cuando las autopistas estén acabadas, construiremos otras nuevas». ******************************* Editorial Zapatero tendrá que elegir entre Merkel y UGT ZAPATERO no ocultó ayer un visible gesto de satisfacción cuando Angela Merkel, que estuvo seis horas en Madrid, afirmó en su comparecencia ante los medios que «España va por muy buen camino» tras las recientes reformas impulsadas por el Gobierno. Sin duda, el principal objetivo del viaje era escenificar el respaldo de Angela Merkel a Zapatero, que ha sido muy importante para tranquilizar a los mercados y reducir el coste de las emisiones de deuda. Pero Angela Merkel le impuso ayer a Zapatero nuevos deberes que tendrá que cumplir antes de la cumbre de jefes de Gobierno de la UE prevista para mediados de marzo. Esa tarea se llama Pacto de Competitividad, que, según manifestó la canciller alemana, es «el segundo pilar» del euro tras el compromiso de reducción de los déficits presupuestarios. El Pacto de Competitividad implica tres exigencias: la desvinculación de los salarios de la inflación, poner un techo al gasto de las comunidades autónomas y la armonización del Impuesto de Sociedades. Aunque Zapatero apoyó ayer genéricamente la propuesta de Merkel al subrayar que España tiene que ser «más competitiva», sólo fue claro en el respaldo a la armonización del Impuesto de Sociedades. En lo referente a las otras dos condiciones fue ambiguo. Dijo que dejar de vincular las subidas salariales al IPC corresponde «a los interlocutores sociales en el marco de la negociación colectiva». Y que la fijación de un techo de gasto ya había sido asumida por las comunidades socialistas. Mucho más categórico que Zapatero fue su ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, que rechazó de forma tajante la propuesta de Merkel. UGT y CCOO se manifestaron en el mismo sentido, defendiendo que la referencia de la negociación colectiva sea la inflación. La posición de los sindicatos no es una sorpresa, pero sí resultan chocantes las palabras de Arturo Fernández, presidente de CEIM, que afirmó que ligar los sueldos a la productividad es «un cambio radical y complicado». El dirigente empresarial madrileño, con una frivolidad impropia de su cargo, llegó a decir que «la productividad es un tema más alemán que español». O sea que España es diferente y así nos va. Nos parece un error este punto de vista, ya que resulta mucho más razonable, como se está haciendo en Alemania, ligar los salarios a los aumentos de productividad y, por lo tanto, a los resultados de las empresas. Lo que carece de sentido es establecer subidas generalizadas de sueldos para un sector al margen de la situación de cada negocio. Por eso, hay que cambiar la negociación colectiva. Merkel presionó ayer a Zapatero para que esta reforma se concrete en un plazo de unas pocas semanas, lo que facilitaría el apoyo de Alemania a flexibilizar el uso del fondo de rescate europeo para países como España, con eventuales problemas para financiar su deuda. Pero las nuevas exigencias de Angela Merkel no son fáciles de cumplir para Zapatero, todavía exultante por el pacto suscrito con los sindicatos sobre la reforma de las pensiones. Desvincular las subidas salariales del IPC es algo que los sindicatos no están dispuestos a aceptar en ningún caso y que podría volver a generar un enfrentamiento con el Gobierno. El gran problema de Zapatero es que la UE le presiona para avanzar por la vía de las reformas, mientras que los sindicatos le quieren empujar en dirección contraria. Tarde o temprano, el presidente tendrá que elegir uno de los dos caminos. Ayer salió airoso de su cita con Merkel con unas declaraciones que no le comprometen a nada. Pero marzo está a la vuelta de la esquina y Zapatero tendrá que ir a la próxima cumbre europea con los deberes hechos so pena de ser suspendido por sus socios. EL MUNDO. 3/4-2-2011 Opinión. El País No son revoluciones Yasmina Khadra Si los levantamientos que se encadenan en determinados países árabes tienen en común una misma motivación, a saber, la expresión ultrajada de un hartazgo y de una necesidad vital de emancipación y de libertad, los regímenes totalitarios contestados son muy diferentes los unos de los otros. En Yemen se trata de una dictadura estática, esclerotizada, sin proyecto real de sociedad y sin dinámica, basada exclusivamente en las alianzas tribales. Una dictadura virtual, sorda, opiácea, que ha instalado al pueblo en el estoicismo y la renuncia. En Túnez, el régimen, nacido a partir de una esperanza de renovación y de progreso, cayó en la trampa de una espantosa estrechez de miras que condujo a Ben Ali a perder de vista la oportunidad de poder inscribir su nombre con letras de oro en la historia de su país. Ben Ali era, sin duda alguna, el más convincente de los presidentes árabes. Disponía de un pueblo magnífico, instruido, moderno, emancipado y no violento. Su reino era pan bendito. Pero, al no hacer la gloria estremecerse más que a las almas que son dignas de ella (Gogol dixit), el soberano de Cartago optó por la depredación bulímica y por una represión policial que no tenían ninguna razón de ser. Privilegió el reino de sus allegados y de su familia política en detrimento de su propio reino y acabó por verse superado por el giro de los acontecimientos. Podríamos decir que la dictadura de Túnez era sobre todo un poder crapuloso sobre el país, basado en el nepotismo, la corrupción y el tráfico de influencias. En Egipto se trata de un régimen fantoche, deseado y alimentado por los intereses estadounidenses e israelíes. Considerado como la punta de lanza del mundo árabe, se ha convertido en su eslabón débil. Su incondicional alianza con los norteamericanos ha perjudicado mucho al destino de Palestina y dispersado considerablemente a la unidad árabe. Al concentrar en su seno a las principales instituciones árabe-africanas (políticas, económicas, culturales y deportivas), Occidente ha hecho de él su único interlocutor y su principal peón en la región. Valiéndose de ese privilegio, el régimen de Mubarak trocó deliberadamente su estatuto de hermano mayor por el poco brillante papel de cómplice y de traidor, actitud que el pueblo egipcio, considerado como el más intelectualizado del mundo árabe, no ha acabado de digerir. En la dictadura egipcia se da el ejercicio flagrante de una creciente injerencia de los intereses geoestratégicos occidentales, en particular los de Estados Unidos e Israel. Su vocación consiste esencialmente en amordazar el orgullo y la dignidad nacionales en beneficio de ambiciones vampirizantes exteriores. Los levantamientos que tienen lugar en esos tres países responden también a una urgencia capital. En Yemen, como en Túnez y en Egipto, los pueblos reclaman la libertad, el honor y la posibilidad de acceder a una vida decente. Los regímenes denostados han sido, para nuestros pueblos, la causa principal del marasmo y de la descomposición socioeconómica que nos deniegan el derecho a poder ascender en el concierto de las naciones. Pero de ningún modo se trata de revoluciones. Se trata de una reacción espontánea, incoherente y sin orientación precisa, cuyo objetivo es el de expulsar al tirano sin prever ni preocuparse por lo que vendrá después. Una revolución es un acto pensado, maduramente articulado en torno a una hoja de ruta, de una estrategia, y conducido por actores identificados y determinados. No vemos a cabecillas titulares designados en las calles de El Cairo, de Túnez o de Adén. Privados de catalizadores eficaces, estos vastos movimientos de protesta van a tener que seguir hasta el final y desbaratar todos los ardides que los Gobiernos amenazados van a multiplicar para cambiar la situación a su favor. Nos hallamos ante la duda sideral, de ahí que se haga imperativo el recurso inmediato a conciencias intelectuales o políticas capaces de encarnar la cólera popular y la saludable alternancia exigida por el pueblo. Sería desastroso seguir sitiando las plazas públicas sin erigir en ellas tribunas y sin hallar para ellas una voz fuerte y creíble que desbanque los discursos falaces y las llamadas a la calma de los regímenes acorralados. Como sería desastroso aceptar un compromiso, que, con toda evidencia, no sería sino una trampa inesperada y una tentativa de ganar tiempo para los Mubarak y sus esbirros. Cometimos esa torpeza en Argelia con ocasión de la formidable insurrección de octubre de 1988. Al no contar con guías prevenidos que nos evitaran las trampas de la recuperación y nos precavieran de los fallos de nuestra inadvertencia, aplaudimos la proclamación de la democracia y del multipartidismo para desengañarnos algunos años más tarde bajo el tsunami islamista. No quisiera que esta catástrofe se operara en Túnez y en Egipto. Esa es la razón por la que resulta de extrema importancia, para esos dos países, escoger a hombres y mujeres aguerridos, vigilantes y dispuestos a erradicar toda traza de los antiguos aparatos represivos del Estado y a impedir las tentativas de instrumentalización y desviación ideológicas que reducirían a cenizas la instauración de una auténtica democracia laica y republicana. Sin embargo, si el caso tunecino suscita la simpatía de Occidente, el de Egipto le quita el sueño. Porque en Egipto no se trata del porvenir del pueblo egipcio, sino de una nueva configuración de las relaciones de fuerza en la región. Si el régimen de Mubarak se hundiera, la "paz" de Oriente Próximo ya no estaría garantizada. Entendiendo por "paz" la estabilidad de Israel y su impunidad. Estados Unidos va a emplear todo su peso para mantener el régimen, a riesgo de sacrificar a Mubarak. Y los egipcios están viviendo las horas más peligrosas de su historia republicana. O aceptar la "transición" o la guerra civil. Personalmente, no soy nada optimista. Cada día que pasa lo hace en beneficio del régimen, que ha elegido la guerra de desgaste. Ya no es la calle la que gestiona el asedio. La economía está parada, la gente no percibe sus salarios y los estómagos empiezan a acusar el hambre. El régimen lo sabe y va a tratar de prolongar las manifestaciones pacíficas para volver a desplegarse, restablecer sus redes de propaganda y de disuasión y sembrar la duda en los ánimos. En el momento en que escribo, Mubarak habría confiado ya el destino de Egipto a los expertos del Pentágono. Esa "transición" que reclama Washington es la trampa mortal que destruirá toda oportunidad de recuperar su honor y su salvación al pueblo egipcio. Hay dos preguntas que hacerse: 1. ¿Podrían extenderse estos levantamientos a Libia, Argelia, Marruecos y Jordania? Para Libia, la cuestión ni se plantea. Para los libios, Gadafi no es un dictador sino un líder iluminado. Tardaremos en ver sumidas en la cólera a las calles de Trípoli. Respecto a los otros tres países, a pesar de la corrupción generalizada, el desempleo, el empobrecimiento galopante y la falta de perspectivas para la juventud y los nuevos diplomados, no habrá insurrecciones en ellos. Los Gobiernos actuales prometerán la introducción de vastas y urgentes reformas para satisfacer las reivindicaciones de sus pueblos y seguirán sin comprender que es la alternancia lo que la nación exige. El brazo de hierro será flexible, pero nadie podrá prever la reacción popular a corto plazo. Una cosa es cierta, gracias a lo que ocurre en Túnez y en Egipto, los pueblos saben ya dónde están sus verdaderas fuerzas. Nada será ya como antes. 2. ¿Van a cambiar algo estos levantamientos? En Yemen, nada concluyente. Al régimen le bastaría con hacer algunas concesiones para dispersar a las multitudes. Las alianzas tribales están demasiado corrompidas como para renunciar a sus conquistas en beneficio de sus comunidades. Túnez podría arreglárselas. Tiene bazas reales de salir bien parado de la transición, pero los excluidos del aparato del poder no renunciarán a su parte del pastel. En cuanto a Egipto, se velan las armas, o, por seguir con la tradición musulmana, es "la noche de la duda". Se juega todo a una carta. Y todo lleva a creer que se va a armar una buena. Los envites geoestratégicos son de tal calibre que gustosamente aceptarían el sacrificio de algunas decenas de miles de muertos. EL PAÍS. 4-2-2011