Bicentenario de la Constitución de Cádiz de 1.812 (I)

Y «la Pepa» ganó a Napoleón

La Constitución de Cádiz, una de las más avanzadas y progresistas de su época, y que marca el comienzo de la España moderna, es indisoluble de la lucha por la independencia nacional contra el dominio francés

¿Te gusta que te manden los franceses?

“¿Te gusta que te manden los franceses, y que con su lengua que no entiendes, te digan «haz esto o haz lo otro», y que se entren en tu casa, y que te hagan ser soldado de Napoleón, y que España no sea España, vamos al decir, que nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como el Emperador quiera que seamos?”(Benito Pérez Galdós. “El 19 de marzo y el 2 de mayo”. Episodios Nacionales)

La Constitución de Cádiz de 1.812 –“la Pepa”, como se bautizó popularmente al haber sido aprobada el 19 de marzo, día de San José- es, sin duda el acta fundacional de la historia moderna de España.

Desde entonces, todos los sectores progresistas –liberales, republicanos, socialistas, comunistas…- han visto en ella una bandera que enarbolaron en su lucha contra la reacción.

Pero, todavía hoy, cuando conmemoramos con fastos oficiales el bicentenario de su proclamación, “la Pepa” debe sufrir los estragos de la tergiversación de nuestro pasado.

Algunos todavía se empeñan en presentarnos la Guerra de la Independencia como un movimiento “oscurantista”, “retrógrado”, empeñado en defender el absolutismo frente a las “ideas avanzadas” que encarnaría la Francia napoleónica.

¿Pero entonces, de dónde surgió la Constitución de Cádiz, aclamada como una de las más avanzadas y progresistas cartas magnas de su época?

¿Acaso la promulgaron los “afrancesados”? No. Ellos estaban demasiado ocupados rindiendo pleitesía en Bayona a Napoleón, aceptando sin apenas rechistar como “constitución española” una carta otorgada, escrita por el emperador, y especialmente retrógrada, en comparación con la legislación alumbrada en Cádiz.

Cádiz era la orgullosa capital de la “España patriótica”, el último reducto de territorio liberado que resistía al invasor y que, sitiado por tropas imperiales, se empeño en construir los cimientos de una nación libre e independiente, y por ello mismo avanzada y progresista.

Y todo empezó un dos de mayo de 1.808. Gracias a la traición de Godoy, y la decrepitud del Estado borbónico y la nobleza, las tropas napoleónicas entran en España y se apoderan del país.

Unos meses antes, Napoleón había decidido en destino de España en un pacto secreto con el zar Alejandro I. Ambos se repartieron Europa, quedando España bajo la órbita de París.

Napoleón pretendía anexionar a España la mitad norte española, delimitada por el Ebro, y transformar el resto en un virreinato dirigido desde París.

Pero Napoleón no contaba con una cosa… el pueblo. Sometidas indignamente la Corona, la aristocracia y la Iglesia al dominio galo, pensaba tener dominada España.

El dos de mayo le despertó de su ilusión. El levantamiento del pueblo madrileño prendió un reguero de pólvora que abarcó toda España. En apenas una semana estallan insurrecciones contra el francés en Asturias, Andalucía, Galicia, Valencia…

La rebelión va dirigida contra el dominio francés, pero también frente al decrépito Estado borbónico, que había claudicado ante el invasor.

El levantamiento popular ofrece campo libre a la expresión del resentimiento de clase acumulado contra los desmanes de las élites dominantes.

Desde su mismo estallido, la guerra contra el invasor y la revolución, la lucha por abolir el Antiguo Régimen y poner los cimientos de una nación moderna, están íntimamente vinculados, hasta el punto de que uno no existiría sin el otro.

Esta oleada revolucionaria y patriota se dotará de su propia organización, las Juntas Provinciales, que en sí mismas, como nuevo poder revolucionario, constituían la negación del Estado borbónico y del régimen feudal.

A la cabeza de ella se situarían los sectores más dinámico y activo de la sociedad española –la desarrollada burguesía comercial, clases medias…- que luego se conformaran como partido “liberal”.

Serán las Juntas revolucionarias –constituidas ya como Junta Central- las que convocarán en Cádiz las Cortes extraordinarias que se encargarán de alumbrar la constitución.

Serán los “liberales” –un término acuñado en Cádiz, debido al profuso uso que sus partidarios hacían de la palabra “libertad”, y que pasará del español al resto de lenguas- los que imprimirán el carácter revolucionario a la nueva carta magna.

De la infamia de Bayona al orgullo de Cádiz

A veces nos obligan a mirarnos a nosotros mismos a través de un espejo de feria, que nos ofrece una visión deformada. Esto ocurre con las versiones históricas que nos presentan la guerra de la independencia como la acción de unas masas retrógradas y reaccionarias, amantes de las cadenas y contrarias al progreso y la libertad. Mientras que el dominio napoleónico nos traía, aunque forzados, aires de modernidad. «Cádiz era la orgullosa capital de la “España patriótica”, el último reducto de territorio liberado que resistía al invasor»

Ninguna de las dos cosas es cierta. Juzguemos los hechos.

Napoleón nos ofrecerá a los españoles una constitución, el llamado “Estatuto de Bayona”.

Tras forzar la abdicación de Carlos IV y Fernando VII, y concentrar la corona de España en su persona, Napoleón convoca una “asamblea de notables” españoles en territorio francés, concretamente en la ciudad de Bayona.

Sólo acudirán los representantes de la más rancia nobleza y la más decrépita burocracia borbónica, dispuestos a entregar el país para conservar sus títulos de propiedad.

A ellos se les presentará un texto constitucional –en realidad una mera carta otorgada- escrito por funcionarios franceses bajo supervisión directa del emperador. A los “notables españoles” no se les dio oportunidad de deliberar sobre su contenido, solo de agachar la cabeza.

Pero, más allá de su evidente estatus de “carta otorgada” por el emperador, el rasgo más característico del Estatuto de Bayona es su carácter reaccionario.

Lejos de proclamar la división de poderes, erige la autoridad real –monopolizada por París- como elemento central y decisorio, que invade todas las competencias, y relega a las Cortes a un mero órgano consultivo.

Las Cortes se organizarían, además, con representación estamental (alto clero, nobleza y pueblo), algo de el mismo Robespierre hubiera despreciado.

Y mantenía incólumes todos los privilegios de la Iglesia, que Napoleón apreciaba “como instrumento de control social y político”.

En cuanto a las libertades individuales, todas las disposiciones del Estatuto de Bayona son supeditadas a posteriores reglamentos que jamás fueron promulgados.

Las únicas reformas reales introducidas por Napoleón fueron las mínimas precisas para que España pudiera convertirse en un Estado satelizado por Francia y objeto de su saqueo económico.

El dominio imperial es la única “modernidad” que nos ofrece Napoleón, y para ello no duda en apoyarse en los elementos más reaccionarios de la nobleza, la Iglesia o el Estado borbónico.

En su correspondencia privada, Napoleón ya había dejado claro que “es preciso que España sea francesa; para Francia he conquistado España, con su sangre, con sus brazos, con su oro (…) Míos son los derechos de conquista; no importan las reformas, España debe ser francesa”.

Esta es la única conclusión de la supuesta “constitución napoleónica”: España debe ser francesa.

Y contra ese dominio se levantan los patriotas que alumbrarán la Constitución de Cádiz. Frente a la infamia de Bayona, Cádiz proclama en su sesión inaugural que “los diputados que componen este congreso, y que representan a la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional”.

Por primera vez en la historia, unas cortes constituyentes y fundacionales se forman con diputados provinentes –en igualdad de condiciones y de derechos políticos– tanto de la metrópoli como de las colonias americanas y asiáticas.

Las Cortes de Cádiz abrirán por primera vez en la historia de España el paso a derechos inalienables. Serán la primera institución del mundo que prohíbe la esclavitud, dictando severas medidas contra el maltrato a los indios y la expropiación de sus tierras. Acabarán con la Inquisición, decretarán la libertad de imprenta, acabarán con las prebendas eclesiásticas, abolirán el régimen señorial y suprimirán los señoríos jurisdiccionales.

Desde su misma sesión inaugural, las Cortes de Cádiz emprenderán la tarea de demoler, uno por uno, todos los pilares políticos, jurídicos, económicos y sociales del Antiguo Régimen.

Una inmensa tarea que culmina en la Constitución de 1812, donde se establece que la soberanía reside en la nación (ejerciéndola a través de sus representantes en las Cortes) y no en la monarquía, se procede a la división de poderes, se imponen severas restricciones al poder real, se acaban con los privilegios estamentales estableciendo la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, lo que además equivale al no reconocimiento de territorios con fueros distintos o especiales, se sancionan los derechos individuales a la educación, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, a la libertad y a la propiedad.

Donde esta la modernidad es en los patriotas que, bajo las bombas francesas, redactaban la constitución más avanzada y progresista de su época.

Un hito de nuestra historia que comenzó un dos de mayo bajo el grito de los “manolos”, “majos”, “chulapos” o “chisperos” madrileños, y culminó en el dictamen de un diputado en Cádiz. «Desde su mismo estallido, la guerra contra el invasor y la revolución están íntimamente vinculados

¡Con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones!

“Ocurrió esto el día de la bomba. ¿Saben ustedes lo que quiero decir? Pues me refiero a un día memorable porque en él cayó sobre Cádiz y junto a la torre de Tavira la primera bomba que arrojaron contra la plaza los franceses. Ha de saberse que aquel proyectil, como los que le siguieron en el mismo mes tuvo la singular gracia de no reventar; así es que lo que venía a producir dolor; llanto y muertes, produjo risas y burlas. Los muchachos sacaron de la bomba el plomo que contenía y se lo repartían llevándolo a todos lados de la ciudad. Entonces usaban las mujeres un peinado en forma de sacacorchos, cuyas ensortijadas guedejas se sostenían con plomo, y de esta moda y de las bombas francesas que proveían a las muchachas de un artículo de tocador, nació el famosísimo cantar:Con las bombas que tiran los fanfarrones hacen las gaditanas tirabuzones”.(Benito Pérez Galdós. “Cádiz”. Episodios Nacionales)La España revolucionariaCarlos MarxAsí ocurrió que Napoleón, que, como todos sus contemporáneos, consideraba a España como un cadáver exánime, tuvo una sorpresa fatal al descubrir que, si el Estado español estaba muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerza de resistencia (…) Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llaves, se sintió completamente seguro de que había confiscado España. (…)Pero había una circunstancia que compensaba todas las dificultades de la situación. Gracias a Napoleón, el país se veía libre de su rey, de su familia real y de su gobierno. Así se habían roto las trabas que en otro caso podían haber impedido al pueblo español desplegar sus energías innatas. (…)

Las circunstancias en que se reunió este Congreso [las Cortes de Cádiz] no tienen precedente en la historia. Ninguna asamblea legislativa había hasta entonces reunido a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni había pretendido resolver el destino de regiones tan vastas en Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses. (…)

Cuando las Cortes de Cádiz trazaron este nuevo plan del Estado español, comprendían, por supuesto, que una Constitución política tan moderna sería completamente incompatible con el antiguo sistema social y por ello dictaron una serie de decretos conducentes a introducir cambios orgánicos en la sociedad civil. (….)

Siendo uno de sus principales objetivos conservar el dominio de las colonias americanas, que ya habían empezado a sublevarse, las Cortes reconocieron a los españoles de América los mismos derechos políticos que a los de la Península, (…) y, al prohibir el comercio de esclavos, se pusieron en este aspecto a la cabeza de Europa. (…)Lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los fueros antiguos, pero leídos a la luz de la revolución francesa y adaptados a las exigencias de la sociedad moderna.

Examinando, pues, más de cerca la Constitución de 1812 llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una imitación servil de la Constitución francesa de 1791, era un producto original de la vida intelectual española, que resucitaba las antiguas instituciones nacionales, introducía las reformas reclamadas abiertamente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII y hacía inevitables concesiones a los prejuicios populares”.

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