Editorial Internacional

Vuelve Trump: como un elefante en una cacharrería

La agresividad del trumpismo 2.0 genera un sinfín de contradicciones dentro y fuera de EEUU. Como el aprendiz de brujo, esta liberando tormentas y fuerzas que difícilmente será capaz de embridar.

Vuelve Donald Trump a la Casa Blanca, generando un sinfín de sacudidas. Su retorno supone un agresivo proyecto que conmueve hasta los cimientos las relaciones internacionales, afectando a enemigos y rivales, pero también a aliados y vasallos.

Como era de esperar, Trump ha vuelto al Despacho Oval desplegando una frenética actividad, firmando en su primer día de mandato más de 200 órdenes ejecutivas que suponen la demolición de gran parte de las políticas de Biden, y de toda una serie de iniciativas -en migración, políticas económicas, sociales, mediambientales, indulto a los ultras- que ponen algunos raíles por donde va a ir la línea Trump 2.0.

Este nuevo trumpismo entra mucho más agresivo que su primera versión de 2016. Cuenta con una enorme concentración de poder: tiene hegemonía republicana en las dos cámaras del Capitolio, y una supermayoría conservadora en el Tribunal Supremo. Podrá desplegar sus políticas externas e internas sin grandes cortapisas.

Antes de llegar a la Casa Blanca, como las ondas primarias que se sienten antes del terremoto, los anuncios de Trump ya habían sacudido los cimientos de varias áreas del planeta.

En Ucrania se preparan para unos EEUU que les van a cerrar el grifo militar y les van a poner a los pies de los caballos del imperialismo de Putin. En Oriente Medio, a la alegría y el alivio del alto el fuego en Gaza le ha seguido, pocos días después, unas declaraciones de Trump diciendo que su plan para «limpiar» la Franja supone la «limpieza étnica» de sus martirizados habitantes, deportándolos a Jordania o Egipto.

Trump ha dicho que se quiere quedar con Groenlandia por razones de «seguridad nacional», gritándole a Dinamarca que ponga precio a la isla o se atenga a las consecuencias. Ha asegurado que se apoderará del Canal de Panamá para impedir que lo use China, por las buenas o por las malas. Ha ordenado a Canadá que se prepare para ser el «Estado número 51». Y ha anunciado que para febrero comenzará con los aranceles: un 10% para Europa, un 25% para Canadá, México, Colombia y todo el que rechiste… y un 60% o un 100% para China y el resto de los BRICS.

Al mismo tiempo, el que parece ser su consejero jefe, el megamagnate tecnológico Elon Musk, se ha lanzado al patrocinio sin contemplaciones, en plena campaña electoral alemana, de los neonazis de AfD. También va hacer lo mismo con la ultraderecha británica, y ha mostrado sus intenciones de derribar al gobierno laborista de Starmer. Todo ello después de hacer delante de las cámaras de todo el planeta el saludo hitleriano.

Este agresivo despliegue, propio de un elefante en una cacharrería, no deja de provocar sacudidas.

Pero no deberíamos confundir la agresividad con fuerza. Antes bien, detrás de todas estas maniobras lo que hay es debilidad y retroceso.

El trumpismo no consiste en las políticas impulsivas y caprichosas de Trump. Es una línea de dirección de una superpotencia que está en su ocaso imperial. De unos EEUU que dan volantazos, virando bruscamente de Obama a Trump, luego a Biden y luego otra vez a Trump, para tratar de dar respuesta -sin conseguirlo- a un periodo de transición entre el declinante orden mundial unipolar y el naciente orden multipolar. Ninguna de las últimas presidencias ha conseguido contener el ascenso de China y los BRICS, ni de la lucha de los pueblos del mundo, ni detener la erosión de la supremacía norteamericana.

Es más: la agresividad del trumpismo 2.0 genera un sinfín de contradicciones dentro y fuera de EEUU: con el pueblo estadounidense, con los aliados y vasallos de EEUU, con el conjunto de países y pueblos del mundo, e incluso con la fracción de la clase dominante norteamericana que se opone a la linea Trump. Como el aprendiz de brujo, esta liberando tormentas y fuerzas que difícilmente será capaz de embridar.

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