SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Venalidad entre burbujas

Cada crisis económica acaba dejando al descubierto las vergüenzas de los más rutilantes protagonistas de las burbujas previas. Los astros de la ingeniería financiera, el amiguismo y la corrupción acaban estrellándose de forma inopinada cuando el cambio del ciclo económico descabeza la pirámide sobre la que han construido su tramposa fortuna.Así fue en la anterior crisis de mediados de los noventa, cuando magos como Mario Conde y Javier de la Rosa quedaron retratados como amigos de lo ajeno y devotos de las prácticas más oscuras del mundo mercantil. Un buen recordatorio de que la criminalidad económica no hace ascos a orígenes geográficos ni credos.Este es también ahora el caso de Gerardo Díaz Ferrán, en prisión tras una larga escapada de casi cuatro años en los que ha engañado simultáneamente a empleados, socios, acreedores y colegas empresarios.Son personajes distintos y la intención de traerlos ahora a colación no es la de comparar sus virtudes. Lo interesante es lo que puedan revelar de la sociedad.Los dos grandes tiburones que operaron entre mediados de los ochenta hasta mediados de los noventa del siglo pasado pusieron en evidencia la mediocridad y la venalidad de gran parte de la clase dirigente española, incluyendo en ella a políticos en el sentido más amplio -gobernantes, reguladores, supervisores, responsables de la Hacienda pública- pero también de una determinada tecnocracia, ese nutrido grupo que lleva muchos años reclamando un más alto nivel de control e independencia sobre la vida económica y social -gestores, auditores, contables, analistas- que no detectaron hasta que ya fue demasiado tarde las dos más monumentales estafas de la historia económica española de todos los tiempos. En consecuencia, la caída de esos dos iconos de la codicia sin escrúpulos, Conde y De la Rosa; De la Rosa y Conde, alteró y alarmó profundamente la vida política e institucional española. Desde miembros relevantes de los gobiernos de la época, en Madrid y Barcelona, al gobernador del Banco de España o responsables de órganos supervisores o reguladores de segundo orden, perdieron cargo y reputación. También fue duro para una élite empresarial que aspiró a sacar partido de posibles negocios con tan peligrosos personajes antes que quedarse al margen.Parece obvio que el caso de Díaz Ferrán no tiene, de momento, efectos sísmicos tan relevantes. Hasta ahora, sus principales vergüenzas públicas se ciñen al ámbito privado, es decir al de la patronal CEOE, que el ex responsable del Grupo Marsans presidió durante tres truculentos años. Tiempo que aprovechó para utilizar su privilegiada posición al objeto de engañar y ocultar que mientras en público reclamaba sacrificios por doquier él estaba saqueando con furia desatada sus empresas buscando acrecentar su botín particular. No se trata de utilizar un caso para condenar al grupo, la mayoría de los empresarios repudian esos comportamientos, pero no estaría de más algún ejercicio de autocrítica por parte de la CEOE, una patronal que ahora actúa como si nunca hubiese conocido al tal Gerardo. Las sospechas fundadas sobre el comportamiento mercantil de Díaz Ferrán eran vox pópuli en Madrid desde antes de que fuera nombrado, sin críticas, presidente de la CEOE. Si estas son las consecuencias colectivas del affaire Díaz Ferrán parece tentador adelantar un juicio benévolo sobre la evolución de la sociedad española entre una burbuja y otra.No hay que apresurarse. Primero, conviene no olvidar que la carrera del ahora encarcelado en Soto del Real no se explicaría sin la dilatada connivencia de la administración con él. Ese capitalismo de amigotes que hoy -igual que hace veinte años- sigue floreciendo en la capital del Reino transmutando tan lucrativamente presupuestos públicos en beneficios privados. Un milagro que sigue plenamente operativo hoy en día. El grupo turístico de Díaz Ferrán se creó y financió gracias a contratos públicos y ayudas con cargo al presupuesto.Pero, tal vez lo más importante, es que a lo mejor Díaz Ferrán no es más que un personaje relevante, pero al fin secundario en el azaroso menester de poner a la sociedad económica española frente a su propio espejo. Con todas sus maldades, su papel palidece si se lo compara con el de los verdaderos protagonistas de la pasada burbuja. Los responsables de tantas cajas de ahorros dilapidadoras de su patrimonio social, embaucadoras de endeudados, ahora desahuciados. Los supervisores que aseguraron hasta un segundo antes del óbito sistémico que todo estaba bien y la salud de sus muchachos era la mejor del mundo. Los gobernantes que se pasaron años riendo las gracias a una burbuja que estaba deformando la economía. Los especuladores que se creyeron genios porque eran capaces de vender ladrillos en tiempo récord y con beneficios de infarto. Mirando así las cosas, la conducta de los rectores económicos del país no ha mejorado mucho de una burbuja a otra.

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