Una escalada asciende hasta una cima, pero en este caso desciende hasta un pozo de horror y sangre, una sima de muerte y escombros.
En apenas dos semanas Israel ha pasado de sostener el insoportable genocidio en Gaza y mantener la brutal ocupación de Cisjordania a desatar una agresión a gran escala contra Líbano, con dos cadenas de atentados -primero con los buscas, luego con los walkies-; y a continuación bombardeando el sur, el este y Beirut, la capital. Unas agresiones que se completan con los ataques simultáneos contra Yemen.
En apenas un fin de semana Israel ha atacado tres países y causado más de 1.500 víctimas mortales, entre ellas el líder de Hezbolá, Hasan Nasralá, pero la inmensa mayoría civiles
Es una escalada de violencia que busca precipitarse, cuesta abajo y sin frenos, hasta el averno de una gran conflagración regional en todo Oriente Medio, buscando el cuerpo a cuerpo con Irán y alinear marcialmente a todos los vasallos militares de Washington en la región.
Un gran estallido bélico que fuerce a EEUU a intervenir con fuerza en una región en la que ha perdido poder e influencia. Unos EEUU que ya llevan meses fortaleciendo su presencia militar en Oriente Medio, en espera de unos acontecimientos seguramente nada inesperados para sus aparatos de inteligencia, bien conectados con los de Israel
Este es el objetivo no confesado -pero cada vez más indisimulable- de los halcones de la guerra de Tel Aviv y de Washington. Porque esta espiral infernal no es sólo obra del gobierno de Netanyahu, sin duda el más fanático, ultrasionista y criminal de toda la historia de Israel, sino de unos EEUU que sostienen, protegen política y diplomáticamente y arman hasta los dientes a su gendarme. No son meros cómplices, sino coautores de sus crímenes y agresiones.