Llamar “Declaración de soberanía” a una propuesta parlamentaria que no es una declaración de soberanía efectiva es marear la perdiz, gastar pólvora en salvas, inducir a confusión, plantear la apuesta como un farol político y dañar la credilidad del parlamento que la formule. Tanto es así que, pese a la aparente solemnidad con que se la quiere revestir, incluso el Gobierno de Mariano Rajoy, que es el responsable de la soberanía que se vería afectada por tal toma de posición del Parlament si esta fuera en serio, la española, ha decidido no hacerle caso. Por lo menos hasta que deje de ser mero ejercicio retórico sin consecuencias prácticas. Entonces sería otra cosa. Pero no es el caso.
Es una situación lamentable. La propuesta avanzada por CiU y ERC cae de lleno en aquello que el presidente Josep Tarradellas calificaba en su vejez como lo único que los catalanes no pueden permitirse en política: hacer el ridículo. Muestra que sus promotores desconocen que hay conceptos jurídicos y políticos con los que no se puede jugar en un parlamento como si sus debates fuesen discusiones de casino.
¿Como ha sido posible llegar a tal punto? Este episodio tiene su origen en el momento en que Convergència Democràtica se pasó al independentismo en su pugna con Esquerra Republicana (ERC) por la hegemonía en el catalanismo. Desde entonces, al partido de Artur Mas, y ahora su nuevo gobierno, no le queda otro recurso que pedalear sin cesar para evitar caerse de la bicicleta.
Comenzó en 2005 forzando a elevar el techo de la reforma del Estatuto de Autonomía más allá de lo que PSOE y PP aceptaban. Después lanzó la apuesta del concierto económico, que ni siquiera llegó a plantear en sede parlamentaria ante la falta de apoyos incluso en Cataluña. Tuvo que tranformarla luego en una propuesta de pacto fiscal entre el Estado y la Generalitat, que hace cuatro meses fue rechazada de plano por el presidente del gobierno de España. Y así, pedaleando, pedaleando, ha llegado a este punto en el que el partido nacionalista y sus aliados juegan con grandilocuencia con palabras como soberanía, independencia y autodeterminación en un contexto en el que no hay posibilidad alguna de convertirlas en realidad.
Es un juego suicida, sin salida. Quienes lo dirigen tienen ahora mayoría en el Parlament, pero no cuentan ni con la mayoría social necesaria en Cataluña para un envite de esta naturaleza ni con aliados en el resto de España para lograr algo que para ser viable requeriría inevitablemente un acuerdo a escala española.
El centroderecha nacionalista catalán ha diseñado y dirige políticamente esta batalla, en su condición de fuerza de gobierno. En ella se juega su credibilidad mucho más que en todas las que ha dado en el pasado reciente. Los dos grandes avances para lograr la autonomía de Cataluña registrados en el siglo XX se consiguieron bajo la dirección de la izquierda catalanista, articulada por ERC en la Segunda República y por el PSUC y el PSC a la salida de la dictadura franquista en la década de 1970. Fueron los Estatutos de Autonomía de 1932 y 1977, respectivamente.
Lo que en ambas ocasiones se logró fue considerado insuficiente por los sectores independentistas, pero lo aceptaron. Ahora, en su tardía conversión al independentismo, Convergència está llevando al catalanismo por caminos que antaño rechazaba por irreales, imposibles y desaconsejables dada la enorme imbricación de todo tipo entre la sociedad catalana y la del resto de España. Aunque tanto en los debates para la Constitución de 1978 y el Estatuto de 1979, la Convergència de Jordi Pujol y Miquel Roca fue tenida muy en cuenta por todas las demás fuerzas políticas como expresión del nacionalismo catalán, los logros de aquel momento fueron el resultado de una mayoría catalanista dirigida por las izquierdas ampliamente hegemónicas en Catalunya en aquel momento. Las izquierdas supieron dirigir el proceso en 1932 como en 1979. Aquel modelo está agotado. Pero ahora, el centroderecha convertido al independentismo se lanza a una aventura sin salida. Suya será la responsabilidad del fracaso. Lo que proponen al Parlament es, en realidad, una declaración de impotencia.