Se ha abierto un tiempo político nuevo en Cataluña. A medida que pasan los días se pone más de manifiesto que ya no es posible para los independentistas seguir avanzando por la vía unilateral. Ni plantear un desafío abierto al Estado, ni romper la unidad.
Lo que el propio Puigdemont reconocía en sus mensajes, “esto se ha acabado”, es más evidente cada día que pasa. Una tras otra, las maniobras que intentan los círculos más agresivos del independentismo para investir a Puigdemont y que gobierne desde su exilio en Bélgica es enfriado en Cataluña.
La última invención para aprobar una ley exprés que permitiera celebrar un pleno e investir a Puigdemont “en caso de ausencia del candidato” es rechazada por ERC y la CUP que no “ven opciones” a la propuesta.
El proyecto de fragmentación ha sido derrotado por la mayoría social por la unidad encabezada por el pueblo trabajador (junto a la respuesta del Estado). Una derrota política cualitativa cuyos efectos son cada vez más evidentes en el campo independentista.
De la unidad anterior que mantenía Junts pel Sí se ha pasado a la división.
Y de la declaración unilateral a la aceptación de que, como ahora ha reconocido Oriol Junqueras ante el juez Llaneras “hay recorrido amplio en el marco de la Constitución”. El expresidente de la ANC dice que renunciaría a su escaño si su partido vuelve a recurrir a vías unilaterales. Su compañero de candidatura, Joaquím Forn, exconsejero de Interior con Puigdemont ha decidido “bajarse del tren” y renunciar a su acta de diputado.
El independentismo choca con la realidad que imponen los números por su incapacidad para lograr el apoyo de la mayoría social a sus proyectos. Al contrario, son el 37,1% y bajando. Ni en el 29-S de 2015, ni en el referéndum-estafa del 1-O, ni en las elecciones del 21-D lograron superar el 48% de los votos emitidos, y en relación al censo su peso se reduce hasta el 37,1%.
El 21-D mientras tanto evidenció el avance de la mayoría que defiende la unidad. Los votos a partidos no independentistas superaron en casi 200.000 a los partidarios de la ruptura.
Esta es la auténtica realidad que ha cambiado la correlación de fuerzas y con la que choca el independentismo en Waterloo, donde está la cabeza de los sectores más agresivos y aventureros. En Barcelona, donde está el grueso de las élites independentistas, sobre todo ERC y cada vez más sectores de PDeCAT, han asumido que han de dar marcha atrás si quieren recuperar el control sobre la Generalitat y poner fin al 155, condición imprescindible si quieren conseguirlo.
Derrotados y en retroceso, sin la mayoría social y con el procés como proyecto de fragmentación finiquitado, el independentismo aún puede hacer mucho daño a la unidad. No es el momento de bajar la guardia, ni aminorar las denuncias de esta élite independentista, nacida de una burguesía burocrática que vive al amparo de los presupuestos públicos y amamantada por el 3%.
Una élite reaccionaria que ha ejecutado con pasión los recortes del FMI y Merkel y dividido y enfrentado a unos catalanes con otros y a estos con el resto de los españoles.