Desde los años treinta del siglo pasado se tienen noticias de la influencia en la salud de determinadas radiaciones electromagnéticas no-ionizantes (REM), pero ha sido en los últimos tiempos cuando la electrohipersensensibilidad (EHS) ha llegado a niveles intolerables de incidencia y prevalencia sin que nuestras autoridades políticas y sanitarias den una respuesta adecuada.
La Agencia Internacional de Investigación en Cáncer (IARC) de la OMS clasificó en 2011 a las radiofrecuencias emitidas por los teléfonos móviles en el tipo 2b (posible carcinógeno) y aunque algunos repitan el mantra de que no existe evidencia similar que permita clasificar en este mismo grupo la exposición a radiofrecuencias (RF) de origen ocupacional y/o ambiental, incluyendo la transmisión de señales inalámbricas (antenas y sistemas Wi-Fi, por ejemplo) está constatado que todas esas tecnologías emiten campos electromagnéticos (CEM) de manera permanente en los lugares donde se instalan y que los efectos sobre la salud varían de persona a persona en función de su biología, de su genética, de su carga tóxica y de la intensidad y duración de la exposición.
La Electrohipersensibilidad se desarrolla tras un tiempo de exposición a las radiaciones citadas. Sin embargo tras muchos años de verificación dentro del ámbito de la medicina científica, muchos médicos todavía no están familiarizados con su sintomatología. Intentan estos buscar síntomas completos, cuadros específicos a través de los cuales poder relacionar, sin conseguirlo, tal síntoma o signo a tal o cual radiación electromagnética y después diagnosticar pero esto no funciona así: son años de exposición y de cambios bioquímicos inadvertibles los que poco a poco van conformado tal patología. Su aparición es sinuosa, imperceptible, no sujeta a patrones que puedan delimitar un diagnostico fácilmente, y mucho menos con la desinformación y la falta de destreza y formación necesaria para hacerlo. Tampoco sirven las pruebas y analíticas habituales a las que son sometidos estos pacientes, tan inexistentes como inútiles, mientras que las que pueden servir se desconocen o ningunean. A esto se añade el oscurantismo mediático y normativo existente en todo lo relacionado con este tipo de radiaciones y sus efectos sobre la salud.
Sin embargo la OMS (2005), el Parlamento Europeo (2009), la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (APCE) (2011), la resolución del Consejo de Europa (2011), la Resolución 1815 (25 de mayo) de su Asamblea Parlamentaria, las recomendaciones del Colegio de Médicos austriaco y las contribuciones del Estado sueco y australiano son algunos ejemplos de regulaciones, afirmaciones o recomendaciones ante este problema medioambiental y sanitario convertido en un problema de salud pública a escala mundial.
Muchos pacientes acaban siendo diagnosticados y tratados de forma innecesaria de variados trastornos psicológicos aunque se trata de una patología puramente orgánica ya reconocida en Suecia, Austria y Japón aportando constancia de ello más de 2.000 estudios e investigaciones independientes descubriendo que las radiaciones electromagnéticas afectan a los organismos vivos muy por debajo de las directrices internacionales y nacionales provocando un aumento del estrés celular, cambios en la membrana celular a través de receptores voltaje-dependientes, aumento de radicales libres dañinos, daños genéticos, cambios estructurales y funcionales del sistema reproductor, trastornos en la memoria y en el aprendizaje y trastornos neurológicos. Trastornos que han servido de argumento a algunas resoluciones judiciales estableciendo en nuestro país que la hipersensibilidad electromagnética y ambiental constituye una causa para declarar la incapacidad laboral permanente y absoluta.
Son muchos los silencios de nuestra administración, muchas las advertencias de la comunidad científica, alertando de los peligros para la salud de los CEM provenientes sobre todo de las tecnologías de uso inalámbrico. En este sentido las alertas de numerosos científicos e investigadores de diversas universidades de comunidades autónomas de nuestro país son solo una pequeña referencia a la preocupación que ocasiona y despierta este tema.
Por otro lado, a nivel internacional, destaca el llamamiento científico dirigido a la ONU y a la OMS; el dictamen proteccionista de la sección TEN del Comité Económico y Social Europeo (CESE); las Directrices europeas de actuación en campos electromagnéticos de la Academia europea de Medicina ambiental; la Declaración científica internacional de Bruselas sobre Electrohipersensibilidad (EHS) y las recomendaciones del Comité permanente de Salud canadiense. Asimismo algunas resoluciones del Parlamento Europeo demandan actualizar los límites de exposición y la protección de espacios sensibles (escuelas, guarderías, residencias de ancianos y centros de salud) solicitando a los Estados miembros adoptar ya “todas las medidas razonables” para reducir la exposición a CEM.
Son muchos los ejemplos de declaraciones científicas nacionales e internacionales que advierten de los efectos negativos de los CEM, que ponen en evidencia las masivas intervenciones sobre el funcionamiento biofísico vital generados por los campos electromagnéticos (CEM) artificiales y de cómo constituyen el mayor experimento biomédico jamás visto en la historia del ser humano.
Ya sabemos lo suficiente para exigir, como mínimo, una acción inmediata basada en el principio de precaución por parte de nuestros responsables políticos. Aquellos que siguen haciendo el juego a la industria minimizando los riesgos que solo ponen en duda una mínima parte de expertos a los que se nombra asesores del gobierno y se les incluye en los comités oficiales que toman las decisiones.
Nuestras autoridades deben legislar con urgencia medidas de regulación y de precaución aplicable a toda la población y en particular a los niños y adolescentes en todos los ámbitos públicos. Deben forzar la implementación por parte de las multinacionales del sector de una información pública completa en el uso de tecnologías inalámbricas y proveer comités institucionales de científicos y ciudadanos diseñados para evaluar, independientemente de otros intereses, los riesgos estableciendo el principio de precaución y contemplando alternativas tecnológicas alternativas ya existentes en el mercado. Asimismo derogando la actual Ley de telecomunicaciones nacional que deja en manos de las compañías de telecomunicaciones la implantación de este tipo de tecnologías al margen de la ciencia, las autoridades y los ciudadanos.