José Antonio Griñán afirma que en los ERE sufragados por la Junta de Andalucía “no hubo un gran plan, pero sí un gran fraude” y reconoce que las ayudas incontroladas a empresas fueron “una barbaridad”. Afirmaciones tan contundentes en boca de quien fue consejero de Economía desde 2004 hasta 2009 —y después, presidente del Gobierno autónomo— despejan cualquier duda que el PSOE pudiera albergar aún sobre la gravedad de lo ocurrido y la inutilidad de restarle importancia.
Los que asistieron a la declaración de Griñán en el Supremo coinciden en valorar la precisión de sus explicaciones. Además, no existen indicios de que se haya lucrado personalmente del foco de corrupción creado —como tampoco se tienen de su predecesor, Manuel Chaves, que declarará próximamente ante el tribunal—. Las dudas no afectan a la honorabilidad personal de Griñán ni de otros altos responsables, sino a su actuación como gobernantes encargados de la buena administración de los caudales públicos que les fueron confiados. Esa es la cuestión de la que deben responder como políticos, al margen de si sus actuaciones concretas son o no susceptibles de castigo judicial.
La democracia no se agota en el uso del Código Penal. La ciudadanía tiene todo el derecho a que su dinero —que es de los ciudadanos, no de los gobernantes— sea administrado con un alto grado de profesionalidad y diligencia. Cuando el exconsejero de Trabajo José Antonio Viera sugiere que carecía de formación para saber lo que estaba firmando, es legítimo que los ciudadanos se indignen de la ligereza de la que hacen gala ciertos responsables y los que les nombraron. No es posible pedir confianza en la política si los gobernantes eluden sus responsabilidades o se escudan en la justicia —sabedores de su lentitud— para amortiguar o llevar al olvido los casos que a cada uno le afectan. Esa táctica ha servido para alimentar a populistas y demagogos, que aprovechan el vacío dejado por las corrientes centrales de la democracia para presentarse como los salvadores de la limpieza en la vida pública.
Al PSOE le corresponde tomar medidas en el caso de los ERE, como al PP en otros que le afectan de lleno y que han contribuido no poco a la desconfianza en las instituciones. Es verdad que existe un cierto peligro en dejarse llevar por la espiral de echar de la política a cualquiera que tenga un roce judicial, pero algunos de los graves escándalos de ambos partidos están lo suficientemente documentados como para que tengan consecuencias.
Dicho esto, sería erróneo centrar la indignación en la mera exigencia de cuentas por el pasado. Hay mucho que corregir en los métodos de la acción gubernamental, de forma que los ciudadanos puedan empezar a recuperar la confianza en la vida pública. Asegurarse de que los controles institucionales no fracasen de nuevo es una condición ineludible para sanear la democracia del presente y del futuro. Y sobre esto no se escucha prácticamente nada.