Antonio Beristain, sacerdote vasco amenazado por ETA, recibe el Premio Gregorio Ordóñez

Un ángel valiente

En 1972, la jerarquí­a eclesiástica redujo fulminantemente las misas que celebraba el sacerdote vasco Antonio Beristain, señalado por haber echo pública su oposición al franquismo. Doce años después, el obispo de San Sebastián, José Marí­a Setién, prohibió a Beristain, que se habí­a significado por su oposición al franquismo, celebrar misas públicas. Durante el franquismo, la firme condena de la tortura y la pena de muerte expresada por Beristain le reportó amenazas de muerte de grupos falangistas. En 2002, se convertí­a en el primer sacerdote obligado a llevar escolta, tras haber sido señalado por ETA como «enemigo de Euskal Herria y objetivo militar». La Fundación Gregorio Ordóñez acaba de conceder a Beristain el premio que otorga anualmente, por su «compromiso en la defensa de las ví­ctimas», y por ser «uno de los pocos sacerdotes vascos conocidos por su clara oposición a ETA».

Antonio Beristain es un ángel valiente dentro de una iglesia vasca cuyas jerarquías son un untal imprescindible del régimen de terror del nacionalismo étnico. Como otros muchos luchadores antifascistas, ha sufrido primero el acoso del franquismo y luego los ataques del nacionalismo étnico. Desde que entró en la universidad pública en 1968, Beristain sufrió permanentes encontronazos con las autoridades franquistas y con las altas jerarquías eclesiásticas. “Hasta 1972, yo celebraba la misa todos los domingos en la iglesia de las Salesas, intentaron prohibirme y la solución que se dio fue quitar la misa de una en Oviedo.” Su permanente activismo contra las torturas policiales y la pena de muerte, le hizo ser estrechamente vigilado por la temible Brigada Político Social, y amenazado por grupos para militares falangistas. Instaurada la democracia, Euskadi no pudo recobrar la libertad, atenazada por el nacionalismo étnico. Beristain prosiguió su activismo antifascista denunciando el terrorismo. Pero no fue ETA, sino las jerarquías de la Iglesia vasca -estrechamente unidas al nacionalismo étnico- quienes primero colocaron a Beristain en la diana. En 1984, José María Setién -entonces obispo de San Sebastián y hoy asesor de Ibarretxe-, le prohibió celebrar misas en público, imponiéndole el aislamiento y señalándolo como una “oveja negra”. Siguiendo las indicaciones dadas por Setién, ETA comenzó su acoso sobre Beristain. En la Universidad del País Vasco comenzaron a aparecer pintadas amenazantes contra el sacerdote vasco. El 15 de enero de 2001, una fotografía de Beristain aparece en la documentación incautada a un comando terrorista. Y el 21 de noviembre de 2002, recibe -pegada a una calavera sin mandibula inferior- una carta donde ETA le considera “enemigo de Euskal Herria”, y le conmina a que “abandone Euskal Herria o en caso contrario será objetivo militar”. Las amenazas no amedrentaron a Beristain, que utiliza como pisapapeles de su despecho la calavera que ETA le envió. Procedente de una familia profundamente vasca (“mi padre aprendió castellano a los once años”, “me enorgullezco de ser vasco”), Beristain ha dedicado su vida a combatir el nacionalismo étnico. Beristain pertenece al ala progresista de la iglesia, sus declaraciones sobre el aborto le ha reportado no pocos problemas con Roma. De hecho, sus referentes están en dos renombrados representantes de la Teología de la Liberación: Ignacio Ellacuria, jesuita asesinado en El Salvador por un comando organizado desde Washington, que en un artículo de 1988 “afirmaba que las acciones de ETA son terroristas, asesinatos”; y Jon Sobrino, “que explica como la misión de la iglesia es bajar de la cruz a las víctimas”. Beristain es vicepresidente del Foro El Salvador, organización que aglutina a sacerdotes vasos opuestos al nacionalismo étnico, en cuyo manifiesto se exige que “la Iglesia no debe ser pieza en el engranaje del programa soberanista y excluyente del nacionalismo”. Beristain -como Jaime Larrinaga, parroco de Maruri, contra quien el PNV lanzó una campaña pública que le obligó a exiliarse de Euskadi- se ha rebelado contra la línea etnicista imperante en las jerarquías eclesiásticas vascas. Desde la fundación del nacionalismo étnico vasco, la iglesia ha sido uno de sus puntales fundamentales. Sabino Arana afirmaba como “la anteposición del término Jauingoikua (Dios) a Lagizarra (Ley Vieja) determina la supeditación y sumisión de lo político a lo religioso, del cuerpo al alma, del Estado a la Iglesia”, y explicaba que “el amor a Jesucristo es indispensable para salvarse, pero el amor a la Compañía de Jesús es signo de predestinación”. Este maridaje entre la iglesia vasca y el nacionalismo sabiniano se hace posible en primer lugar por el interés material común de mantener el control sobre la Euskadi rural, la extensa red clientelar de“parrokio-kavernas” que constituyen, de un lado, un vivero de votos para el nacionalismo y, de otro, de vocaciones para la iglesia. Pero al mismo tiempo, en él confluyen los aspectos más reaccionarios de la moral retrógrada y cavernícola que unos y otros comparten.

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