Las fallas, como todas las fiestas populares, son subversivas no solo por su sátira, a veces feroz. Sino también porque provocan el caos, el desorden, el ruido quebrando felizmente durante unos días el asfixiante orden y sosiego de la realidad oficial.
En 1.784, se emitió una ordenanza municipal que “prohíbe celebrar hogueras en las calles estrechas” durante la festividad de San José. Y durante el siglo XIX, el ayuntamiento y las demás instituciones echaron manos de los impuestos para controlar los carnavales y las fallas.
Como acto de rebeldía, en 1885, la revista La Traca decidió otorgar, por primera vez, premios a las mejores fallas. La iniciativa sería continuada por la asociación renacentista Lo Rat Penat en 1887.
Así nacieron las fallas como fiesta, en conflicto con el poder establecido. Y así han continuado hasta hoy.
Las “superestructuras” falleras, encabezadas por una Junta Central Fallera demasiado vinculada con los caciques locales, no puede esconder, ni tampoco controlar, la realidad de la fiesta.
La de las casi 400 fallas, presentes en cada barrio, en cada calle. Que con más de 60.000 falleros son la organización popular más numerosa y arraigada. Y que, lejos de depender de subvenciones, se autofinancian gracias al trabajo de los falleros durante todo el año.
La crítica social de las fallas puede haberse suavizado en algunos casos, pero permanece, y en momentos de crisis como el actual se vuelve más aguda.
La posibilidad de dar rienda suelta, a través del exceso de ruido y el poder del fuego, a pulsiones ancestrales nos “carga las pilas” con una sacudida que nos engancha.