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Tres dí­as con la familia

Una familia se obliga a pasar tres dí­as seguidos conviviendo, a causa del velatorio del patriarca. Este es el McGuffin que Coll maneja, con insólita maestrí­a para una principiante, para tejer una historia cargada de silencios, reflexiones, y sobre todo sutileza. En su pelí­cula no hay sitio para el dramatismo extremo ni para la carcajada, todo es naturalidad. No hay necesidad de secretos truculentos. Coll se centra en los rituales, las torpezas y en lo que no se dice. Y da tiempo a sus personajes para que se expliquen con sus gestos, para que revelen lo que callan, aún cuando no paran de hablar. Todo esto se apoya en el inmenso oficio frente a la cámara de Eduard Fernández, y de otros veteranos como Francesc Orella o el «joglar» Ramón Fontseré; pero también en el sorprendente debut de Nausicaa Bonin. Mar Coll se llevó con todo el premio a la Mejor Dirección en el pasado Festival de Málaga.

Esta catalana recién salida del ESCAC (Escuela Suerior de Cine y Audiovisuaes de Cataluña), ha conseguido lo que cualquier compañero de promoción anhelaría: Debutar con éxito a los 28 años, cosechando premios gracias a un trabajo personal, alejado de los más estrictos dictámenes de la industria, pero capaz de atrapar al público español por su cercanía. No en vano, la escuela está pariendo algunos de los mejores directores del cine español último: Rafa Cortés (Yo), Roser Aguilar (Lo mejor de mí) y, no olviden, Juan Antonio Bayona (El orfanato), gracias a su propia productora, Escándalo films, que cada año acapara también nominaciones en la sección de cortometrajes de los Goya. Tres días con la familia es una película que huye abiertamente de la espectacularidad y de la acción, pero que sin embargo consigue recrear un ambiente de tensión que engancha desde el primer minuto. Un retrato descarnado sobre la hipocresía que se maneja en la institución familiar, cargada de diálogos hilarantes y de silencios capaces de comunicar multitud de reflexiones. Silencios manejados a la perfección por un elenco de actores sobresaliente, y como ellos mismos admiten, excepcionalmente dirigidos, pese a la inexperiencia de la realizadora y la veteranía de algunos de los intérpretes. Centrada en una familia de la burguesía catalana, Coll no ahorra en mala leche e ironía y logra reflejar los rasgos propios de ese árbol genealógico estándar, donde siempre hay uno que todo lo soluciona, otro que se esconde, otro al que todos rechazan. Y donde también hay apego, apariencias, repetición de patrones y miedo. Coll pone el dedo en una llaga conocida: el disimulo. Sin embargo, las relaciones de esta familia no tienen una carga tan pesada de hipocresía, más bien los suyo es pudor, torpeza, y esa corrección tan característica de los catalanes, que ella bien conoce, y que se convierte a menudo en un escollo para las relaciones fluidas. Aunque no deja títere con cabeza, Coll cree que su película abre en las dos últimas secuencias la opción de una nueva familia, que "se toca, que es capaz de hablar", dejando así un halo de esperanza, y un excelente sabor de boca al abandonar el cine.

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