En un notable ejercicio de sincronía, el presidente de Alemania, Horst Kí¶hler, y el primer ministro japonés, Yukio Hatoyama, presentaban, con apenas 48 horas de diferencia, la dimisión irrevocable de sus cargos. La coincidencia en el tiempo de ambas no tiene nada de extraordinario. Tanto uno como otro se habían atrevido a mencionar públicamente lo que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial es un innombrable tabú para Berlín y Tokio: sugerir, tan siquiera sea tímidamente, un cambio en su estatus militar. Algo que en el sistema de relaciones de alianza y dependencia bajo órbita norteamericana, «ni puede ni debe pensarse».
El 22 de mayo, durante una visita a las troas germanas en Afganistán, Köhler había declarado a la emisora de radio pública Deutschlandradio Kultur que era necesario que todos los alemanes comprendieran que “un país de nuestra talla y de nuestra orientación comercial, habida cuenta de nuestra dependencia del comercio exterior, también debe velar, en caso de necesidad y a través de operaciones militares de emergencia, por la protección de sus intereses, tales como las rutas de libre comercio, al objeto de evitar que, por ejemplo, cualquier inestabilidad regional, al suponer una reducción de la seguridad, menoscabe nuestras opciones en materia de comercio, empleo e ingresos. Todo ello debería ser debatido y creo que no nos encontramos en tan mal camino”. Traducido en palabras más comprensibles, de lo que el presidente alemán estaba hablando es de que los intereses de Alemania como potencia económica mundial volcada a las exportaciones, exigen una mayor presencia política y sobre todo militar en el mundo, especialmente en aquellas áreas o regiones donde la inestabilidad pueda afectar a esos intereses y, en consecuencia, necesiten ser protegidos, si llega el caso, con “operaciones militares de emergencia”. La consternación y el revuelo causado en Berlín por estas palabras fue de tal envergadura, que los medios de comunicación bautizaron a Köhler como el “Kaiser Horst I” y la clase política, prácticamente sin excepción, exigió su dimisión fulminante como presidente de la república por considerar sus declaraciones como “inconstitucionales”. De forma paralela, en Japón tenía lugar un acontecimiento político similar. Tras meses de infructuosas negociaciones para desmantelar la base militar norteamericana en la isla de Okinawa –una de las mayores bases de la US Navy fuera de su país, rechazada por los habitantes de la isla y cuya retirada fue una de las promesas estrella del programa electoral por el que fue elegido–, el primer ministro Yukio Hatoyama arrojaba la toalla ante las presiones internas y externas, dimitiendo de su cargo. Pese a los miles de kilómetros que separan a Berlín de Tokio, es algo mas que una simple coincidencia lo que tienen en común una y otra dimisión. Castraciones químicas militares Como sabemos desde Freud, toda sociedad crea sus propios tabúes, prohibiciones estrictas cuya violación trae consigo un castigo fulminante. En el caso de Alemania y Japón, la prohibición de que su peso económico en el mundo tenga una correspondencia con su fuerza militar (y por lo tanto con su peso político en el mundo) es una exigencia impuesta desde fuera, pero que actúa internamente como una ley sagrada de obligado cumplimiento para ambas burguesías monopolistas y sus respectivas clases políticas. Tras la Segunda Guerra Mundial –y posteriormente, durante toda la Guerra Fría hasta nuestros días– la condición inexcusable para que Alemania y Japón pudieran engancharse a la locomotora de la economía norteamericana, participar en su expansión, disfrutar de sus beneficios y recuperar una parte sustancial del poderío económico que tuvieron antes de la guerra, fue la renuncia expresa de sus clases dominantes a tener ningún peso político y/o militar en el mundo. De ahí su transformación, 65 años después, en “gigantes económicos, pero enanos políticos y gusanos militares”. Como las castraciones químicas indoloras que ahora algunos Estados proponen como castigo para los violadores, la castración política y, sobre todo, militar de Berlín y Tokio ha sido durante más de seis décadas uno de los fustes en que se ha sostenido el orden mundial, y en particular todo el sistema de relaciones del bloque imperialista capitaneado por EEUU. A Alemania y Japón durante todo este tiempo se les ha permitido engordar económicamente, incluso a Berlín se le ha otorgado un cierto estatus pudiendo jugar el papel de “virrey (o gobernador) de la provincia europea”. Pero la expansión de su clase dominante tiene unos límites bien precisos, hay determinadas líneas rojas que no es ya que no puedan traspasarse, sino que, como diría Bernarda Alba, “ni pueden ni deben pensarse”. La primera y principal de ellas la de intentar alterar su estatus militar en el mundo. Köhler y Hatoyama, cada uno a su manera, han cruzado esa línea roja. El presidente alemán se atrevió a proponer una mayor implicación militar de Alemania en el tablero mundial con el objetivo de tener la capacidad autónoma de defender, por la fuerza si es necesario, sus propios intereses económicos. El primer ministro japonés, por su parte, se atrevió a jugar durante los escasos 9 meses que ha durado su jefatura con la idea de que Japón podría encontrar una mayor equilibrio en sus relaciones políticas y militares con Washington mediante un acercamiento a Pekín. Aspirando, en caso de que le saliera bien la apuesta, a ganar un mayor espacio de autonomía neutralizando a una gran potencia al enfrentarla a la otra en un tablero regional decisivo para la configuración y la distribución del poder mundial. Ambos han jugado con fuego, y al hacerlo han destapado la caja de los truenos. Los abundantes mecanismos de intervención interna que EEUU posee en dos Estados reconstruidos tras la guerra por ellos mismos, han saltado automáticamente para liquidarlos. No ha sido necesario, tan siquiera, un enfrentamiento abierto con Washington. Y su castigo, como no podía ser de otra manera al violar un tabú sagrado, ha sido ejemplar y fulminante. Como decía el editorial del Washington Post analizando la dimisión del “extravagante, funesto primer ministro” japonés, “no es probable que su sucesor cometa el mismo error”.