Suecia como síntoma

El pasado 9 de septiembre, Suecia vivió uno de los comicios electorales más trascendentes de su historia moderna. No solo los suecos, sino toda Europa, contuvo el aliento a la espera de unos resultados que podían significar no solo un dramático giro político del país hacia la extrema derecha, sino además ahondar aún más la crisis existencial de Europa y su creciente deriva.

La posibilidad de que los Demócratas suecos, el partido xenófobo, contrario a la inmigración y partidario de la salida de Suecia de la UE, resultara el partido más votado en las elecciones, sobrevoló durante las últimas semanas toda la campaña electoral y pasó a convertirse en el tema central de la misma. De ahí que los comicios suecos adquirieran de pronto una trascendencia continental y se convirtieran en un tema de preocupación máxima en toda Europa. La amenaza de que Suecia pasara, de pronto, a integrarse en el grupo creciente de países donde la nueva extrema derecha europea, o gobierna (como en Hungría o Polonia), o está ya en el gobierno (como en Austria o en Italia) o se ha convertido en una fuerza que condiciona en cierto modo la estabilidad y la línea de actuación del gobierno (como en cierto modo está ocurriendo ya en la propia Alemania), elevó la temperatura de los comicios suecos hasta un nivel inesperado.

Finalmente, los resultados reales del 9 de septiembre parecieron, inicialmente, disipar los peores temores. Los Demócratas fueron la fuerza política que más creció (más de un 5% más que en las elecciones anteriores), pero con su 17,5% obtuvieron “sólo” el tercer puesto. Volvió a ganar la socialdemocracia, con cerca del 30% de los votos, pero con su peor resultado desde la segunda guerra mundial. Con algo más del 20%, el partido conservador obtuvo la segunda posición, perdiendo asimismo un buen puñado de votos. En teoría, por tanto, la amenaza había sido conjurada. Sin embargo… la realidad no es tan concluyente.

Desde que los grandes partidos suecos son ya incapaces de obtener grandes mayorías por sí solos, la política sueca ha devenido en una política de bloques. Está el bloque de la izquierda, integrado por socialdemócratas, verdes y poscomunistas, y está el bloque de la derecha, integrado asimismo por tres partidos conservadores, de derecha o de centro. En la legislatura pasada, gobernó el bloque de la izquierda.

Pero en las elecciones del 9 de septiembre, ambos bloques han obtenido un porcentaje muy similar, un 40% de los votos cada uno, con una ventaja de apenas dos décimas para el bloque de izquierdas. Ninguno de ellos tiene mayoría suficiente para gobernar. Y es esta situación la que indirectamente convierte al partido de los Demócratas en una posible clave para la formación del nuevo gobierno.

Si no se deshace la política de bloques, y se va hacia una nueva alianza “a la alemana”, entre la derecha y la izquierda democráticas y proeuropeístas, los Demócratas podrían acabar convirtiéndose en el verdadero árbitro de la política sueca. Si los Demócratas, por ejemplo, se abstuvieran en el parlamento ante un posible gobierno del bloque de derechas, en vez de votar en contra, darían pie a un gobierno que, de alguna manera, pasaría a depender de ellos.

Entre otras razones, además de la aritmética parlamentaria, porque tal opción supondría implícitamente que el bloque de derechas acepta esa forma de colaboración “pasiva” de la extrema derecha, acepta en fin poner fin al “cordón sanitario” que hasta ahora mantenía a los Demócratas fuera de juego, ya que ningún partido colaboraba ni aceptaba sus votos ni pactaba nada con ellos.

Tal posibilidad no es ya una simple hipótesis como cualquier otra, sino una opción que en estos momentos se está barajando realmente, aunque no sea la solución más previsible. De hecho, los líderes de algunas de las fuerzas de derecha, aduciendo la necesidad de poner fin al gobierno socialdemócrata actual, ya se han pronunciado públicamente por esta opción, y han comenzado a reclamar que no se demonice la posibilidad de que haya un gobierno conservador gracias a la abstención de los Demócratas.

De cuajar esta fórmula, lo que ya en toda Europa se ha bautizado como “populismo” (y que en realidad es una nueva extrema derecha, definida muy claramente por su xenofobia, y a veces racismo explícito, su oposición radical a la inmigración, su euroescepticismo… y su simpatía por la línea y la figura de Trump), habría encontrado una nueva forma de inmiscuirse de una forma decisiva en la política de un gobierno europeo, aunque aún no tenga la fuerza necesaria para integrarse en él.

Si ya hay países en Europa que tienen en el gobierno a partidos y líderes de esta naturaleza, con el respaldo mayoritario de la población, como es el caso de Orban en Hungría, o los gobiernos de Polonia, Chequia y Eslovaquia; y otros donde estas fuerzas están integradas en el gobierno, aunque no lleven la dirección completa del mismo, como son los casos de Austria, donde el partido de la Libertad forma parte de la coalición que gobierna, o el reciente caso de la Liga Norte, donde Salvini se está convirtiendo a pasos agigantados en un referente político no solo en Italia, sino en todo Europa, no ya por su negativa a aceptar nuevos inmigrantes, sino porque no duda en tratar a los inmigrantes como indeseables, delincuentes y aun esclavos, en los foros europeos.

En este contexto, Suecia podría convertirse en una “tercera vía” por la cual los llamados “populistas” acabarían por convertirse en los árbitros que desharían el empate “catastrófico” que existe en casi todos los países de Europa entre las fuerzas o los bloques tradicionales de izquierda y derecha, haciendo de paso que las tradicionales fuerzas de la derecha europea “pierdan sus complejos”, acepten pactar con ellos y, en definitiva, entre las clases dominantes que esas fuerzas representan, la nueva extrema derecha pase a ser considerada como una opción viable, y no como una fuerza marginal e indeseable.

En cierto modo, esto es lo que ya ha pasado en Austria, donde el canciller conservador Kurz no sólo buscó los votos del partido de la Libertad para derrotar al bloque de izquierdas, sino que lo integró en el propio gobierno. Por el contrario, en Alemania conservadores y socialdemócratas reeditaron su coalición, precisamente para impedir que los votos de Alternativa por Alemania fueran decisivos de alguna manera a la hora de formar nuevo gobierno y decidir su línea de actuación.

Aún así, no puede decirse que el gobierno alemán haya salido del todo indemne. La presencia en el ministerio del Interior del político más duro e intransigente de la CSU bávara, que ya ha protagonizado varios encontronazos graves con la canciller Ángela Merkel, y cuya línea de pensamiento y actuación no discrepa mucho de la de otros “populistas” europeos, está condicionando en alguna medida la nueva política del gobierno alemán.

Se resuelva como se resuelva al final la cuestión, a la alemana, a la austriaca, o a “la sueca”, las elecciones y el resultado del mayor de los países nórdicos de Europa, revela todos los síntomas de la grave enfermedad que aqueja a Europa en el momento actual, y cuyo diagnóstico y evolución no acaban ni de formular ni de prevenir en Bruselas. Mientras la nueva “peste” ocupa más y más espacio en el mapa de una Europa temerosa y agobiada, los líderes europeístas solo consiguen hacer proclamas vacías y declaraciones de intenciones.

Macron, que se erigió en un principio como el hombre que iba a liderar una nueva Europa más democrática y más europea, se diluye y se hace cada vez más insignificante conforme se comprueba su real falta de liderazgo y su falta de autoridad para marcar un camino y hacer que los demás lo sigan.

Alemania, en cambio, sí parece más decidida a dar el paso al frente, y estos últimos días la canciller alemana ha pasado a proponer que uno de sus fieles, Manfred Werner, diputado cristianodemócrata alemán, se convierta en el sucesor de Juncker al frente de la Comisión Europea. Merkel estaría dispuesta a renunciar a que Alemania tomara el control del Banco Central Europeo, si a cambio Werner es elegido para liderar la UE. Con ello, Alemania dejaría de ser el verdadero poder en la sombra, para convertirse en el líder explícito de Europa. ¿Logrará Merkel y Europa por esta vía parar la extensión del cáncer y salvar al enfermo?

Por el momento, la difusión de la “peste” parece contar con el viento a favor que le proporciona la línea Trump desde la Casa Blanca. Trump, que no cesa de mostrarse alborozado con cada nuevo líder xenófobo que crece sobre las cenizas de Europa (al último, a Salvini, ya le ha echado varios cables con su polémico tuit), parece dispuesto a pasar a mayores, es decir, a dar la batalla por cambiar la correlación de fuerzas en Europa (como él la cambió en EEUU), es decir, por desalojar del poder a las “viejas”élites políticas y sustituirlas por fuerzas de su propio perfil: xenófobas, racistas, militaristas, contrarias a la UE, autoritarias….

Y, para dar un empuje a esa estrategia, ha aterrizado en Europa nada menos que Stephen Bannon, el hombre que catapultó a Trump al poder, el estratega que dio cobertura ideológica y contenidos a su campaña desde su portal Breitbart News, una figura clave que rellenó de contenido el muñeco de paja de Trump.

En apariencia, Trump y Bannon rompieron, por una polémica sobre el racismo, pero a la luz de lo que está ocurriendo, bien parece que la colaboración es más activa que nunca. Bannon ha desembarcado en Europa, abriendo incluso una oficina en Bruselas, para trabajar en la coordinación de todos los movimientos xenófobos y ultraderechistas de nuevo cuño que están comenzando a adueñarse de países y gobiernos, de calles y plazas, de medios de comunicación y del debate público: desde el Frente Nacional francés (que superó el 30% de los votos en las últimas elecciones presidenciales) a la Liga Norte italiana, desde la Alternativa por Alemania a los xenófobos holandeses, desde los Demócratas suecos al partido por la Libertad austríaco, desde la nueva derecha finlandesa (segundo partido en las últimas lecciones) al Amanecer Dorado griego, pasando por supuesto por los partidos gobernantes en Polonia, Chequia, Eslovaquia y la Hungría de Orban… y puede que hasta el “nuevo” PP de Casado (que recientemente se abstuvo en la votación de condena a Orban en el Parlamento europeo, rompiendo así la disciplina de voto del PP europeo).

La idea y el proyecto de Bannon es que todas estas fuerzas se alíen de alguna forma para levantar un frente común en las próximas elecciones al Parlamento Europeo de la primavera próxima. Bannon, que como Trump es partidario de un Brexit duro y apoyan al dimitido y polémico Johnson para sustituir a la blanda Theresa May, quiere contribuir con su sabiduría y sus contactos para que en las próximas elecciones europeas haya un bloque capaz de disputarle a la socialdemocracia y al PP europeo el liderazgo de Europa, y en todo caso, meter en el seno de la UE un caballo de Troya que, o bien contribuya a tomarla desde dentro o bien a destruirla.

Esta se ha convertido en la batalla central de Europa. Una batalla que no tiene un vencedor a priori, donde el poder del establishment se debilita a ojos vista, mientras avanza a pasos agigantados la “peste” que pretende liquidarlo. Una batalla donde está en juego no solo la propia UE, sino la libertad y la paz en toda Europa.

Suecia, paladín de la socialdemocracia y del Estado del bienestar, acaba de dar graves síntomas de estar afectada por la nueva enfermedad. Esos síntomas ya no se pueden ignorar, ni allí ni en ninguna parte. En muy pocos años, se han extendido hasta alcanzar puntos bastante vitales del organismo europeo. Si Trump gana el noviembre, los síntomas se agravarán.

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