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Sobre la transición, sin nostalgia

En la columna de la pasada semana señalaba el importante papel jugado en este proceso por factores externos. El más importante, el de la administración norteamericana de turno y ello incluye tanto el ejecutivo con el departamento de Estado y, sobre todo, la CIA así como miembros del legislativo. Pretender ignorar esto como hacen la mayoría de análisis de este período es negar lo obvio. En esos años el hegemonismo de Estados Unidos y su poder en el mundo occidental era mucho mayor que ahora. Desde antes de la muerte de Carrero Blanco, hito fundamental en esta historia, Estados Unidos aboga por una salida “ordenada” (en el doble sentido de esta palabra) a fin de preservar lo fundamental sacrificando lo accesorio. Lo que ocurra en España es muy importante para ellos. Es más que probable que hubiese otros candidatos más respaldados por mejor conocidos, caso de Areilza o Fraga. Pero eso no era lo importante sino que lo era el camino trazado y el final.

Ya como presidente, Suárez demuestra que tiene ideas propias que no siempre coinciden con las del imperio. Recibe en Madrid a Arafat considerado un terrorista por ellos y por su peón favorito, Israel, país con el que el nuestro no tenía todavía relaciones diplomáticas, viaja a Cuba y abraza a Fidel Castro y para colmo muestra reticencias respecto de nuestra integración en la OTAN, tema solucionado como primera medida por el gobierno de Calvo Sotelo tras el 23-F y ratificado después, tras un referéndum digamos dudoso, por el gobierno de Felipe González. Todo ello suponía demasiado atrevimiento y demasiadas ofensas al amigo americano.

Muchas veces algo que parece anecdótico es muy importante. En la columna del reciente 30 de marzo Pedro J. Ramírez cuenta que Suárez le comenta que no irá a la constitución del patronato del Instituto Elcano porque el nombrado presidente Eduardo Serra, “es el hombre de los americanos y ya sabes que a mí no me van esas cercanías con los yanquis”. Ni a ellos tampoco las de un Suárez que pretendió una política medianamente independiente.

Quizá el inmediato y esperado libro de Pilar Urbano arroje más luz sobre estos aspectos de la transición. Es poco probable así que habrá que esperar años hasta que se desclasifique documentación en Washington porque lo que es aquí no será nunca. Datos curiosos como por ejemplo el hecho de que ese 23-F no fueran a sus colegios los hijos de los americanos de la Embajada en Madrid. Mientras tanto, la entrevista con la autora en El Mundo de ese mismo 30 de marzo arroja nuevos datos que van completando la historia de 23-F, una historia “primorriverista” (del padre, no del hijo) que engrandece la figura de Suárez y empequeñece otras.

Nuevamente algo que parece anecdótico revela cosas más profundas. Según esa entrevista, Suárez acude a ver al Rey el 27 de enero ya en vísperas del golpe y le dice que dimite. El Rey llama a su despacho a Sabino Fernández Campo y le dice: “Sabino, que éste se va”. Así. Ese “éste” despreciativo es el así depreciado Presidente del Gobierno elegido democráticamente por contraste con su interlocutor. En ese momento, es alguien que ya no sirve, que le ha advertido de la peligrosa maniobra en la que está embarcado y a quien se despide de mala manera. Ha tenido enfrente fuerzas muy superiores a la suya, demasiados enemigos internos y externos. Hoy todo son halagos y falsedades.

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