SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Sin miedo al cambio

El 36º cumpleaños de la Constitución es una buena oportunidad de felicitarse por los asentados cimientos sobre los que está construido el edificio de las instituciones. Sin embargo, hay partes del mismo que necesitan reformas, incompatibles con la pretensión de mantener la Constitución grabada en mármol. La confianza de los españoles se ha visto dañada por la forma en que los poderes políticos han administrado el legado de los constituyentes, y eso exige una demostración de fuerza democrática como la que supondría ser capaces de reformar la máxima ley.

Que el partido gobernante se oponga es un grave obstáculo para la modernización necesaria. El Gobierno alega que no puede apoyar la creación de la subcomisión parlamentaria propuesta por el PSOE mientras este partido no precise lo que pretende. Pero nadie debe confundir el procedimiento con el contenido. El Parlamento ha de ser el cauce para la reforma, el marco donde deben discutirse, aceptarse o rechazarse los proyectos, buscar consensos o constatar desacuerdos.

Desde el Gobierno se han escuchado elogios al modo en que se cambió el artículo 135 de la Constitución, fruto de un pacto entre el anterior jefe del Ejecutivo, José Luis Rodríguez Zapatero, y el entonces jefe de la oposición, Mariano Rajoy. Alterar partes de la Constitución por cuenta y riesgo de dos dirigentes —contando con la disciplina de sus respectivos grupos parlamentarios— fue un procedimiento excepcional en un momento también excepcional, pero los conciliábulos no pueden convertirse en el procedimiento para hacer posibles otras reformas.

En cuanto al fondo del asunto, no son tiempos para el miedo ni para la superficialidad. Hay que buscar un cauce para los ciudadanos de Cataluña que se resisten a seguir el aventurerismo independentista, pero que tampoco están de acuerdo con el statu quo. Los valores de la soberanía nacional y de la unidad de la nación (artículos 1 y 2) son compartidos por una gran mayoría de los españoles, y desde luego por este periódico. Pero no creemos que deban servir de pretexto para no abordar el Título VIII de la Constitución. Se trata de redistribuir el poder, lo cual explica muchas de las resistencias. Una vez establecidas claramente las competencias del Gobierno, las comunidades (o partes de la federación) tendrían su propia responsabilidad y capacidad normativa y fiscal.

Ese cauce puede servir también para aclarar otros problemas detectados en el funcionamiento del Estado autonómico. Todo ello debe completarse con la reforma federal del Senado —¿y por qué no instalarlo en Barcelona?—. Lo que carece por completo de sentido es mantener al Senado tal como está, limitado a una inútil Cámara de “segunda lectura” de textos legales.

Tampoco se trata de abrir un proceso constituyente, como proponen los dirigentes de Podemos tras descalificar, con infantil ligereza, lo que llaman “régimen del 78”. Hay otras sugerencias más dignas de estudio: el Estado federal y el refuerzo de la protección de los derechos sociales, propuestos por el PSOE, o las reformas electorales y la eliminación de la preferencia del hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, sugeridos desde ámbitos académicos y observadores de la vida política.

La ventaja de una reforma constitucional es que obliga a los partidos a un cierto grado de consenso: un valor que hay que actualizar como instrumento de las grandes decisiones en una democracia. La dirección del PP parece creer inútil o irreal la posibilidad de llegar a acuerdos, pero no es posible compartir esa mentalidad, en el fondo derrotista. Aunque reformar la Constitución no es la panacea de todos los males, estar dispuesto a hacerlo es el modo de empezar a desmantelar las partes anquilosadas del entramado político y a regenerar de verdad la democracia.

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