Fusión de géneros, entrelazamiento de vida y literatura y una permanente excentricidad caracterizan la obra del mexicano Pitol
En una de sus columnas periodísticas sobre temas literarios escrita a finales de los noventa, Roberto Bolaño habla de Pitol como de un autor «secreto e inclasificable». Secreto, porque, aunque por su edad (nació en 1933) le habría correspondido entrar en la generación del «boom» (con Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez), sin embargo, Pitol se mantuvo siempre a distancia, a cubierto, agazapado, lo más lejos posible de las mieles del éxito y de los focos de la publicidad. Pero también, en cierto modo, Pitol ha permanecido largo tiempo como «autor secreto», es decir, desconocido e ignorado por el público, por su carácter de escritor «inclasificable». Un autor que no ha formado parte de ninguna escuela o capilla, cuyas obras resultan difíciles de definir, difíciles de integrar en algún género reconocido, un escritor excéntrico autor de una obra excéntrica que, como ha dicho Fresán, «ha inventado la literatura del siglo XXI».
El escritor veracruzano Sergio Pitol ha ocupado durante mucho tiempo una posición muy especial en el panorama literario mexicano (y cabría asegurar, también, en el panorama general de la literatura en lengua española). Unánimemente elogiado por un sector minoritario de la crítica y por un pequeño círculo de escritores incondicionales, que no han dudado en reconocerlo como «amigo» y «maestro» (Monsiváis, Bolaño, Villoro, Vila-Matas), Pitol ha sido mucho más conocido por su brillante labor de traductor de clásicos como Henry James y Conrad, entre otros, o por su labor de introducción en nuestra lengua de los grandes escritores polacos del siglo XX: Gombrowicz o Andrzejewski, que como un gran escritor con una obra propia y relevante o, como mínimo, comparable a la de los nombres «míticos» de su generación. Y es que, aunque su narrativa es -como ha dicho el crítico Juan Antonio Masoliver- «visceralmente mexicana», de ninguna manera se puede anclar ni en los modelos literarios ni en las obsesiones temáticas que han marcado a los escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX: la obsesión por la identidad nacional y por la revolución traicionada. Y no es que estos temas «clásicos» no le interesen o le sean indiferentes a Pitol, es que los «disuelve», los «pulveriza», simplemente ofreciéndonos otra óptica, estilística y temática: una literatura alejada radicalmente del costumbrismo (y también del realismo mágico) y centrada en el desarraigo y en las «heridas del tiempo». La obra de Pitol «rompe» los esquemas, narrativos y mentales, que obligaban a los escritores a girar inevitable e iterminablemente en torno a la noria de los enigmas irresolubles de la identidad «inmutable» de los pueblos o las marcas ineludibles de la historia, e intenta abrir caminos a una nueva labor de síntesis de la memoria individual, de la experiencia individual, enfrentada a la realidad cambiante de un mundo en transición. Pitol abrió puertas y ventanas a la narrativa mexicana y reclamó para el escritor, no la esclavitud de unos temas y unos modelos dados, sino la posibilidad de extraer de la propia vida y de la propia experiencia una literatura que afrontara los grandes retos de la existencia en un universo no monopolizado por una identidad y un tema únicos. Para lograrlo, recurrió a todo. A la vasta realidad de la experiencia literaria del mundo, a la que México (como también España en esos años) estaba cerrado. A la peregrinación por los más dispares rincones del planeta. A un autoexilio de casi 30 años (en el que jamás perdió pie en México, también hay que decirlo). Y, en la cumbre de su búsqueda, a recursos tan poco frecuentes de la literatura mexicana como el humor, el sarcasmo, la parodia, la socarronería, la «literatura» de carnaval. Pitol ha hecho un ingente esfuerzo por desacralizar, por desenmascarar, en su sentido estricto de «quitar las máscaras», a esa «seriedad» de lo mexicano que en realidad no es más que un cúmulo de frustración, desencuentros y fracasos que no se quieren reconocer. Lo extremado de los recursos utilizados, la necesidad de llegar hasta la farsa y la parodia grotesca, sólo revela la enorme costra de podredumbre que necesitaba ser demolida. Con todo, la obra de Pitol no es «anti-nada», no es, sino involuntariamente, una réplica a otras literaturas, porque en lo esencial su vocación es universal y está levantada como un monumento a la relación entre la vida y la literatura, en la que todo tiene cabida. Pero tampoco debe caerse, al señalar esto, en el señuelo de creer que estamos ante una obra que es una mera autobiografía al uso. «La memoria -dice Pitol, en su libro «El arte de la fuga»- trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños». La «memoria» de Pitol no es una memoria domesticada, sometida a calendarios, fechas o eventos preestablecidos, sino un fino estilete que desgarra y reconstruye fragmentos cuya lógica no se puede dar por justificada y en los que la realidad no es nunca un terreno fijo y estable descrito al detalle. Al equiparar «memoria» y «sueño» Pitol introduce en su mirada una variedad de registros y de perspectivas que alteran por completo los esquemas narrativos conocidos, y que explican lo cercano que en Pitol pueden estar lo más cotidiano y lo más extraviado, la cordura de la locura, lo racional de lo grotesco. En esa memoria, oblicua y rebelde, siempre están presentes las «heridas del tiempo». Los mundos perdidos, arrumbados en el pasado, que afloran en las remembranzas infantiles; o la adolescencia perdida en México DF, comparada con la devastación y degradación de la capital hoy en día («una antiutopía puesta en escena por un director expresionista», dice Pitol, en certera descripción de la ciudad-monstruo actual). Todo esto no es mera nostalgia, sino pura lucidez de un hombre que, como afirma su compatriota Monsiváis, tiene por consejeros «la inteligencia, el humor y la cólera». ¿La cólera? Sí, la cólera ante la injusticia. «No soporto las injusticias» -dice Pitol. Harto de la retórica, hueca y mentirosa, que asfixiaba a la nación, y que atenazaba y degradaba su literatura, Pitol comenzó creando un nuevo lenguaje dominado por el rigor y acabó creando toda una nueva literatura, caracterizada por el entrelazamiento de vida y narración, la fusión de géneros y una permanente excentricidad. En los últimos años, esta obra ha pasado de la admiración de unos pocos a recibir algunos de los galardones más importantes de la lengua española: el premio Villaurrutia de narración, el Juan Rulfo y el Premio Cervantes. Es el reconocimiento final de un autor en el que, escritores como Bolaño, Fresán o Vila-Matas han reconocido las claves de la literatura del futuro.