En la entrega anterior vimos cómo la falta de resultados de tres años de política monetaria inédita, ha provocado que la autoridad monetaria norteamericana, la Fed, esté trabajando ahora de forma casi compulsiva para intentar devaluar al dólar frente al resto de divisas. Con un triple objetivo: reducir el valor de su ingente volumen de deuda, impulsar las exportaciones e inyectar más dinero en el sistema financiero para evitar la deflación.
Veíamos también cómo, sin embargo, una olítica de este tipo, que lo único que hace es salvar de la quema momentáneamente a EEUU a costa de quemar a los demás, sólo podía desatar una guerra monetaria. La inminente cumbre del G-20 en Seúl debía teóricamente dedicarse a amortiguar los múltiples conflictos y tensiones desatados por esta peligrosa tendencia. Sin embargo, en sus vísperas, la Reserva Federal norteamericana anunciaba una nueva ronda de expansión cuantitativa –es decir, impresión de dólares nuevos para comprar su propia deuda pública a largo plazo– por valor de 600.000 millones de dólares. Presentándose en Seúl con una política de hechos consumados y echando así más leña al fuego. Tras este nuevo movimiento, es previsible que tanto el euro como el yen, así como las monedas de muchos de los principales países emergentes prosigan su carrera alcista frente al dólar, frenando sus exportaciones en el caso de los primeros, y alimentando burbujas especulativas en los mercados de los segundos. Sólo China, con su imperturbable política de mantener su moneda (el yuan o renminbi) anclada a un tipo relativamente fijo de cambio con el dólar se libra por el momento de salir altamente perjudicada por la política monetaria de Washington. Históricamente, la devaluación del dólar ha sido un arma del gran capital norteamericano para reafirmar su supremacía mundial haciendo uso de las crisis. Ya la utilizó, con notable éxito, en las crisis de 1973 y de mediados de los años 80 del siglo pasado. Todas las maniobras o propuestas realizadas entonces para intentar desplazar la supremacía monetaria del dólar sucumbieron a la política devaluatoria de Estados Unidos. Mediante la devaluación, Estados Unidos diluye su deuda –nominada en dólares– con el exterior. Una bajada de, pongamos, el 20% en el valor del dólar frente al resto de divisas, reduce en otro tanto la deuda que tiene EEUU. Pero ese control que tiene sobre un sistema monetario internacional con el dólar como núcleo es una poderosa arma de doble filo. Cuando sus acreedores amenazan con un cambio en sus tenencias de reservas, la Reserva Federal simplemente cambia de sentido su política monetaria, impulsando una subida de las tasas de interés, lo cual provoca un reflujo inmediato de capitales a su territorio y pone en jaque a las monedas rivales. Esta ha sido, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una de las principales herramientas de la burguesía monopolista yanqui para hacer pagar la factura de sus crisis a otros. Pero, ¿la crisis financiera ha fortalecido o debilitado esta capacidad del capital norteamericano para hacer frente a sus rivales? Sosteniendo un Estado en quiebra Recientemente, un artículo del Diario del Pueblo –el órgano oficial del Partido Comunista de China– señalaba, rebatiendo las críticas de Washington que acusan a China de ser un “polizón” en el orden mundial, recibiendo sus beneficios pero no compartiendo sus costes, que “EEUU está utilizando su poder hegemónico para forzar la reevaluación de las divisas globales, especialmente del yuan”. Y concluía con una afirmación que a muchos puede parecer sorprendente, pero que sin embargo refleja fielmente el núcleo central que hoy ordena todo el sistema de relaciones internacionales: “China está pagando por impedir que se desmorone un imperio en crisis”. Está es, en realidad, toda la clave del asunto, tanto de la profundidad de la crisis norteamericana, la devaluación competitiva y la guerra monetaria como, más allá, de las nuevas relaciones de poder establecidas en la distribución de la riqueza mundial. No es ya que China con sus compras masivas de bonos del Tesoro norteamericano esté manteniendo el gigantesco endeudamiento yanqui, es que ni siquiera las guerras de Irak y Afganistán podrían haber sido lanzadas por Bush sin ese sostén económico. Esto no es algo nuevo. Tampoco en la fase final de la Guerra Fría –a partir de los años 80 hasta la implosión de la URSS en 1991– EEUU era capaz de sostener por sí mismo los ingentes recursos económicos que precisó para contener a su rival por la hegemonía mundial. Lo que sí es una novedad es que mientras entonces eran dos potencias aliadas y dependientes –política y militarmente castradas– como Alemania y Japón las que corrían con los gastos, hoy ese papel ha pasado a jugarlo China, precisamente el gran rival llamado a descabalgarlo de su posición hegemónica mundial. Y sobre el que, además, Washington no posee los mecanismos de intervención, control e influencia que sí disponía –y todavía dispone– con Berlín y Tokio. La afirmación del Diario del Pueblo es verdaderamente demoledora. En un doble aspecto.Por un lado afirma que EEUU es un imperio en crisis que se desmorona. El catastrófico legado dejado en herencia por la línea Bush, sumado a la incapacidad manifiesta mostrada –al menos hasta el momento– por la línea Obama para enderezar el rumbo, han transformado el lento declive estratégico de EEUU en un período de auténtico ocaso imperial. Acosado en el interior por sus propias contradicciones –que van desde la hondura de una crisis a la que no se adivina el final hasta el antagonismo crecientemente virulento que están tomando las fracturas en el seno de su propia clase dominante, como han puesto de relieve las elecciones de mitad de mandato, pasando por una crisis social de enormes dimensiones–, y en el exterior por el desarrollo fulgurante de unas potencias emergentes que le arrebatan bocados de la riqueza global a un insólito ritmo de entre el 10 y el 15% cada década, el Imperio norteamericano parece estar, efectivamente, abocado al desmoronamiento. Y si éste no se produce de forma abrupta, si adopta la forma de un ocaso prolongado y relativamente “dulce” –o al menos sin graves convulsiones– es única y exclusivamente por la política adoptada por los dirigentes chinos. Los cuales, embarcados en un desarrollo probablemente sin precedentes en la historia de la humanidad, están desplegando –tan consciente como concienzudamente– una estrategia a largo plazo, de aquí a 50 o 100 años, dirigida a emerger como gran potencia mundial de una forma pausada y sin sobresaltos. Lo cual, a su vez, exige impedir ningún tipo de convulsión catastrófica en el orden mundial, como la que podría seguirse a un desmoronamiento abrupto del poder imperial de EEUU. Y que constituye la razón de que sigan manteniendo con la “respiración asistida” de sus préstamos a una superpotencia moribunda. China paga por evitar que se desmorone un imperio en crisis. Y aunque lo haga por sus propios intereses de mantener la relativa estabilidad de un orden mundial que le ha permitido en el curso de poco más de dos décadas encaramarse a la posición de segunda potencia mundial, lo cierto es que es su capacidad de creación de riqueza, su alta tasa de ahorro y su voluntad política de evitar el conflicto, lo que está evitando males mayores a EEUU. Amagar pero no dar En estas condiciones, ¿es pensable el estallido de una guerra monetaria? No parece probable, pues con ella todos salen perdiendo. EEUU puede amagar con el conflicto, y de hecho lo hace reiteradamente intentado presionar a China para que al menos se haga cargo de una parte de la factura de su crisis que ellos son incapaces de cubrir por sí mismos, pero es difícil que llegue a dar. Desatar una guerra comercial o monetaria abierta con China sólo puede traerle más dificultades que beneficios. Porque de hecho China ya está pagando una parte importante de la factura. Sólo la devaluación sufrida por el dólar en los últimos meses, le ha costado a China alrededor de 100.000 millones de euros. El doble problema es que mientras para EEUU esto es totalmente insuficiente, apenas una gota de agua en su océano de pérdidas y endeudamiento, para China ya es bastante. Y no está dispuesta a tirar de la chequera sin límites. Algo que Washington sí pudo obligar hacer a Japón en 1986, cuando la crisis de las Cajas de Ahorro norteamericanas y el acuerdo del Hotel Plaza. Y Tokio está todavía pagando, en forma de estancamiento económico y deuda pública, el coste de aquella factura. Pero es que además, la posición china de sostener a EEUU, pero no de cargar con el peso de su crisis, abre una grieta en el sistema de relaciones de poder del actual orden mundial que permite a una serie de países introducirse por ella y buscar escapar a que la crisis norteamericana recaiga sobre sus espaldas. Cuando el ministro de economía brasileño denuncia públicamente la existencia de una guerra monetaria, no está haciendo otra cosa que cubrir políticamente las espaldas a las medidas puestas en marcha por su gobierno para evitar que la devaluación del dólar se cuele como un alien capaz de devorar los recursos de su economía emergente. Algo similar a lo que buscan los gobiernos de la India o de Australia al elevar sus tasas de interés. La resistencia china a las presiones norteamericanas crea una correlación de fuerzas más favorable a que los países y pueblos del mundo puedan defenderse mejor de los ataques propiciados por la Reserva Federa y su política monetaria. Muy pocos confían en que la nueva inyección de 600.000 millones de dólares de la Fed sirva para impulsar la recuperación de la economía norteamericana. Más bien se trata de suministrarle una nueva bombona de oxígeno para que mantenga sus constantes vitales. ¿Hasta cuándo podrán hacerlo sin sumir al sistema monetario internacional es un caos incontrolable?