Orden mundial multifracturado

Rusia: el viejo actor remozado

Pocos esperaban, tras el caos que siguió a la implosión de la URSS, que Rusia resurgiera nuevamente como actor de primera línea en la política mundial.

La primera década tras la desaparición de la URSS significó, literalmente, una hecatombe económica, política, demográfica y territorial. Un tercio del territorio y casi la mitad de la población quedaron fuera del control del Kremlin.

En 1999, año del relevo de Boris Yeltsin por Putin, el PIB ruso había quedado reducido a un tercio del que tenía una década atrás. La inflación anual se situaba en el 20%. La tasa de mortalidad superaba con mucho a la de natalidad. La deuda externa superaba el 80% del PIB y el país estaba controlado por una pequeña oligarquía de antiguos miembros de la nomenklatura soviética estatales y regionales convertidos en multimillonarios empresarios, corruptos y mafiosos, que llegaron a tener bajo su control casi todos los resortes del Estado y hacer de Yeltsin su hombre de paja.

Paralelamente, rompiendo los acuerdos firmados con Gorbachov por permitir la reunificación alemana y la incorporación de la antigua RDA en la OTAN, en 1999 Polonia, Hungría y Chequia, a las que posteriormente se añadirían Bulgaria, Eslovaquia, Rumania, Eslovenia y, lo más importante, las tres repúblicas bálticas: Lituania, Letonia y Estonia, pasaban a integrarse en la Alianza Atlántica. El viejo sueño norteamericano de llevar sus tropas hasta las mismas fronteras rusas se hacía realidad. Nunca en la historia contemporánea de Rusia desde el siglo XIX el país había sido sometido a un grado tal de aislamiento geopolítico y debilidad geoestratégica.

La situación sin embargo, va a dar un giro importante nada más llegar Putin –un ex coronel de la KGB y su cohorte de especialistas en los servicios de inteligencia– al poder. Entre 2001 y 2003 EEUU, con Bush al frente, se enfrasca en las guerras de Afganistán e Irak. El precio del petróleo se dispara y se forma una amplia coalición internacional contra Bush.

Una oportunidad de empezar a reactivar los intereses de Moscú en Europa, el Cáucaso y Asia Central que los dirigentes rusos no van a desaprovechar.

Es el primer momento, todavía limitado, del resurgir ruso en la escena internacional. Con Oriente Medio en llamas y la exportación iraquí paralizada, el precio del petróleo se dispara hasta los 100 dólares por barril. 10 años después de la invasión de Irak, Rusia está exportando el 700% más de petróleo y gas que en 1999. Lo que es una ingente cantidad de dinero el que entra en las arcas del Estado.

Y que Putin destina hábilmente a invertir y reconstruir todo el sistema sanitario, de pensiones, la red de infraestructuras, la expansión de los grandes oligopolios (gas, petróleo, aluminio,…) y de una amplia modernización del ejército que le va a permitir exhibir su músculo militar en Chechenia, Osetia del Sur, Ucrania o Siria. Esta es la base – junto a las medidas autoritarias – de los repetidos triunfos electorales de Putin que le han permitido mantenerse durante 18 años consecutivos al frente del Kremlin. Una estabilidad política que entre las grandes potencias sólo disfrutan Pekín, Moscú y Berlín.

Paralelamente, en 2006 nacen formalmente los BRICS (acrónimo de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Un agrupamiento de poderosas “economías emergentes” establecida como un claro contrapeso a la hegemonía estadounidense y sus aliados europeos.

Ucrania y Siria: un paso al frente

En febrero de 2014, el ejército ruso se lanza a intervenir militarmente en Ucrania ante el golpe de Estado contra el presidente prorruso Yanukovich. Es la señal de que no está dispuesta a seguir permitiendo el avance de EEUU y sus aliados de la OTAN en sus fronteras. El apoyo militar y el reconocimiento político de la independencia de las dos regiones del este así como la reincorporación de la península de Crimea –sede de la flota del Mar Negro– al Estado ruso son un punto de inflexión. La réplica de Washington y la UE se reduce a fuertes sanciones económicas. Pero queda descartada cualquier tipo de respuesta militar. Un triunfo incontestable de Putin que, envalentonado, decide dar un golpe de audacia que coloque nuevamente a Rusia como actor de primera línea internacional más allá de sus fronteras geopolíticas.

En septiembre de 2015, las tropas rusas pasan a intervenir abiertamente en Siria en apoyo del régimen de Damasco. Lo que comienza a revertir el curso de la guerra. Si hasta entonces el avance del ISIS era imparable, Siria se veía abocada a su fragmentación y la caída de El Assad parecía inminente, casi dos años después el Estado Islámico ha quedado reducido a su mínima expresión y la unidad e integridad del país está cada día más asegurada. Y el resurgir de Rusia como potencia mundial se ha convertido en un hecho consumado.

Nadie debe, sin embargo, llamarse a engaño. En primer lugar porque la Rusia de Putin, a diferencia del resto de países BRICS, es una potencia imperialista. Además heredera de una superpotencia hegemonista particularmente agresiva. Sus alianzas están marcadas exclusivamente por sus propios intereses geoestratégicos y económicos. Lo que no hace descartable, en absoluto, que en cualquier momento pueda dar un giro de 180 grados. Es lo que, torpemente, parece haber intentado Trump sin ningún éxito por ahora dada la formidable resistencia encontrada en el el seno de la clase dominante yanqui y sus principales aparatos de Estado.

En segundo lugar, porque la base económica rusa, pese a sus avances, sigue siendo tan altamente dependiente de la exportación de gas y petróleo, que cualquier vaivén en la política internacional que provoque un descenso abrupto de su precio, puede dejarla nuevamente desnuda y sin recursos para mantener su actualmente ambiciosa presencia en el orden mundial.

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