Editoria
Invocar “reformas estructurales” es el lugar común utilizado para espolear a los Gobiernos de la UE en la dirección de los ajustes presupuestarios. No es la primera vez que el Fondo Monetario Internacional (FMI) critica, y con razón, la dualidad del mercado de trabajo en España; días atrás pidió una nueva reforma laboral para corregir el evidente desequilibrio de derechos entre los trabajadores que acceden a un primer empleo (generalmente, mal pagado y temporal) y los asalariados instalados. El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem (al que Luis de Guindos aspira a suceder), insiste en los problemas que genera la dualidad del mercado español; pero ha recordado también que España tiene pendientes “nuevas reformas” para encauzar el déficit público en los límites comprometidos ante Bruselas y frenar la escalada de la deuda pública.
Algún día habrá que aclarar la interesada confusión que encierra el término reforma. Un recorte presupuestario, una disminución de los recursos para la educación o la sanidad o la liquidación del programa de ayuda a la dependencia no son reformas; son sencillamente recortes. Hasta hoy, el Gobierno sólo ha aplicado dos disposiciones que pueden entenderse como reformas: la bancaria, inspirada y semiejecutada por la troika, que rescató el sistema financiero, y la laboral, que tuvo y tiene la virtud de despejar la rentabilidad de las empresas amenazadas por la quiebra, pero que ha agotado sus virtudes una vez que la economía ha entrado en una fase de crecimiento estadístico y una leve recuperación del mercado de trabajo, como parece sugerir, pese al balance final en ocupación, la EPA del primer trimestre.
¿Necesita la economía más reformas? Pues evidentemente sí; pero no todas son las que proponen el Fondo o Bruselas ni tienen por qué ir en la dirección marcada. Además de una nueva legislación que reduzca la dualidad laboral, empieza a ser urgente una reforma tributaria cabal, que empiece por hacer cuentas de cuáles son los costes sociales y financieros que es imperativo pagar y modificar la estructura impositiva para conseguir los ingresos necesarios. Una reforma que no atienda única y exclusivamente al criterio de que “hay que bajar impuestos”. La clave está además en el cálculo de cuánto dinero oculto se puede recuperar de la bolsa del fraude y cuánto se pueden bajar los gastos fiscales (deducciones y subvenciones).
España necesita también una liberalización amplia de los mercados y servicios (en resumen, romper los oligopolios de oferta) y una reforma de la Administración pública que procure logros tan elementales como la coordinación del Estado central con las autonomías y la racionalización de servicios; o que, por descender a un detalle, el Instituto Nacional de Empleo actúe como una verdadera agencia de empleo y no como un depósito meramente estadístico. Pero de estas reformas nada dicen el Eurogrupo ni el FMI.