La caída de Jordi Pujol ha abierto un cráter radiactivo en la sociedad catalana, con consecuencias de larga duración. La confesión de julio fue cañón en agosto. Conmoción, rabia, indignación, sensación de ridículo –el peor castigo para el orgullo catalán–, justa vindicación de los que de verdad se opusieron a Pujol y exhibición de resentimiento de algunos de los que no se atrevieron a hacerlo, cuando el hombre que gobernó Catalunya durante 23 años se hallaba en la cúspide. Victoria moral del maragallismo y deserciones, significativas deserciones: “Si te he adulado, no me acuerdo”. “Yo ya lo dije”. Mucha gente convencida, en Madrid, pero también en Barcelona, de que el chasis del catalanismo podía quedar roto para siempre.
Medio año después de la confesión de julio podríamos decir que ya no quedan pujolistas en Barcelona. Sólo han pasado cinco meses. La ciudad de los prodigios. Barcelona seguirá siendo escenario de grandes acontecimientos en el futuro, pero entre ellos muy probablemente no figurará la proclamación de un nuevo estado europeo totalmente independiente. Veremos cosas en los próximos años, pero esa no. Barcelona se desprende con una portentosa rapidez y facilidad de todo aquello que en un momento determinado deja de serle útil o conveniente. La pragmática frialdad de Barcelona, pese a todas sus grandes estéticas y retóricas, es un hecho verdaderamente espectacular. Hay que vivir lejos de la ciudad para poder contemplar mejor el fenómeno. Las próximas elecciones municipales van a ser interesantes en Barcelona. Muy interesantes.
Quienes creyeron que el caso Pujol iba a ser la Hiroshima del catalanismo sufrieron una gran decepción el Onze de Setembre del 2014. La procesión iba por dentro y no hubo desmovilización. Aparentemente no había pasado nada. Aparentemente. Jordi Pujol ha sido el político catalán más importante de los últimos cincuenta años, pero, efectivamente, no era el amo del país. Las nuevas generaciones catalanas pueden prescindir más fácilmente de su referencia; una parte importante de la corriente soberanista hoy se autoubica en la izquierda, y la pétrea tozudez de Artur Mas casi ha llenado el vacío del hombre caído. Mas ha ejercido de líder de un amplio campo social. La querella del ministerio fiscal que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya examinará el próximo lunes así lo certifica.
A finales de los años setenta, realizando el servicio militar en Almería, recibí un breve cursillo de guerra atómica. Puede parecer cómico, pero es verdad. Dos días de cursillo, por si el Enemigo nos soltaba la bomba atómica. Bajo un chamizo del desierto de Viator, un sargento explicaba a los cabos y soldados de la quinta compañía del batallón Nápoles de la Brigada de Infantería de Reserva que en caso de combate con armas nucleares conviene estar los más cerca del enemigo, puesto que las radiaciones también serán mortales para el bando que dispare las cargas atómicas. Simple, pero bien visto. Mal asunto estar cerca cuando hay explosiones termonuclerares. Algo de eso creo que ha ocurrido en la política española estos últimos meses. La potente radiación del caso Pujol ha agrandado el efecto social de los escándalos que han venido después, especialmente en Madrid. Los sucesos de octubre, recordémoslo, sacudieron el país. Hoy hay cráteres por toda España. El paisaje es lunar y las encuestas dibujan mapas nunca vistos.
En Barcelona ya nadie se declara pujolista, pero algo gordo ha pasado. Del cráter sigue saliendo radiación. Ese súbito decaimiento de la narración soberanista después del 9 de Noviembre. Ese espeso combate de judo entre CiU y ERC. Esa general preocupación, en los demás partidos, por la irrupción de Podemos en Catalunya. Esas posibles elecciones anticipadas en marzo, sin lista unitaria, que Mariano Rajoy está esperando para poder proclamar, más alto y más fuerte: “O nosotros o el caos”.