SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Propuestas contra la pobreza creciente

Resulta llamativo que todos aquellos que promovieron una serie de políticas económicas bajo un diagnóstico erróneo sobre el porqué de la actual crisis sistémica, muestren ahora su preocupación y miedo por la deflación. Lo único que deberían hacer, si fueran honestos, es dedicar a mejor uso y fin todos esos libros y papeles de economía bajo los cuales se educaron.

Se trata de toda aquella parafernalia académica que desde principios de los ochenta se impuso como dogma en las universidades de postín de medio mundo, aprovechando la llegada al poder de los neoconservadores y la sumisión y dejación de responsabilidades de la socialdemocracia. Nos referimos a la ortodoxia neoclásica, englobada genéricamente bajo el apelativo «Consenso de Washington«. Vistió de verdades toda una serie de recomendaciones de política económica que en realidad constituían meros juicios de valor no refutados por la realidad de los datos.

Las consecuencias ya las sabemos todos. Por un lado, una economía occidental que solo se mueve por espasmos, vía burbujas financieras e inmobiliarias provocadas por los bancos centrales. Por otro, el mayor aumento de la desigualdad y concentración de la riqueza desde la Gran Depresión.

La incompetencia económica

Los economistas convencionales no vieron venir esta crisis porque sus modelos ignoraron el papel de los bancos, la deuda privada y el dinero, aspectos esenciales de una economía de mercado, y que tienen que ser incluidos en los modelos económicos. Tratar de describir el comportamiento de una economía capitalista sin incluir los bancos, la deuda o el dinero es como diseñar un avión sin alas. Pero no solo eso, demuestran que no tienen ni idea de cómo se forman los beneficios empresariales o qué papel juega el tipo de cambio.

Ustedes ya conocen nuestra propuesta de reordenación, reducción y reestructuración del sistema bancario y de la deuda global. Se trata de una condición necesaria para dejar atrás lo peor de la crisis. Pero no es suficiente. Los economistas debemos empezar a discutir acciones de política económica que permitan vislumbrar un horizonte de dignidad para todas aquellas familias sumidas en la pobreza. Y recordemos que detrás de dicha miseria se encuentra la insensibilidad de unas élites gobernantes mediocres y sumisas a un poder económico quebrado y corrupto. Nos centraremos en dos, salarios mínimos y reparto de trabajo.

Salarios mínimos y su justificación

El punto de partida para justificar la existencia de un salario mínimo es profundamente teórico. Una de las mayores discrepancias entre la ortodoxia y la heterodoxia, se produce sobre la forma de la curva de demanda de trabajo. Para la ortodoxia, dado un gasto autónomo real, existe una relación negativa entre el nivel del salario real y la demanda de trabajo de las empresas.

Por el contrario, para aquellos que defendemos el principio de demanda efectiva, bajo unos supuestos microeconómicos realistas, existe una relación positiva entre el nivel del salario real y la demanda de trabajo de las empresas. Un aumento del salario real comporta un desplazamiento a lo largo de la curva de demanda efectiva de trabajo, de manera que la subida del salario real acarrea por tanto un nivel de ocupación más elevado. Esta relación positiva es paradójica. Lo que es cierto para una empresa, puede ser falso a nivel macroeconómico. Es la paradoja kaleckiana de costes.

La relación empírica negativa entre salarios reales y empleo que se observa en España conforma en realidad una correlación espuria. En economías que crecen vía deuda, los salarios reales caen. Por eso, la recomendación de la ortodoxia de disminuir el salario real llevaría en realidad a una subida del margen de beneficios por unidad vendida, pero la masa de beneficios totales no cambiaría en modo alguno, mientras que la renta nacional, ventas y empleo global disminuirían. La propuesta de recortes salariales hecha por diversos autores acabaría siendo contraproducente, aceleraría la espiral deflacionista y hundiría definitivamente el sector bancario.

Si dejamos que actúen solo las fuerzas del mercado, éstas conducirán a la economía a un equilibrio subóptimo con débil ocupación y un pobre nivel de vida. Dado que el equilibrio alto de empleo es inestable, tan solo la intervención del Estado podrá conseguir que la economía se mantenga cerca del mismo. Para ello éste debe intervenir para conservar unos salarios reales altos, incluso en períodos de paro, fijando por ejemplo un salario mínimo interprofesional garantizado que presione al alza a todo el abanico salarial; imponiendo incluso salarios elevados en el sector público.

El reparto del trabajo, sólo si hay un aumento del salario hora.

Las elevadas tasas de paro han llevado a numerosos economistas de izquierda y a los partidarios de la economía solidaria proponer soluciones innovadoras para reducir dicho paro, entre ellas el reparto del trabajo. Si se supone que las empresas tienen necesidad de un determinado número de horas de trabajo para llevar a cabo la producción, eso implica que las empresas se verían obligadas a contratar más trabajadores.

Sin embargo, el sistema de reparto de trabajo no puede producir estos efectos positivos sobre la ocupación a no ser que el salario horario de los trabajadores se incremente, por lo menos en proporción al aumento de la productividad por hora de trabajo. Por lo tanto, para que un sistema de reparto del trabajo tenga éxito, es decir, genere nuevos empleos, debe ir acompañado por un aumento del salario hora de los trabajadores, a fin de evitar la disminución de la demanda efectiva. Suecia, en este sentido, pondrá en marcha, como experimento piloto, en la ciudad de Gotemburgo una jornada laboral de seis horas diarias sin rebajar salarios.

Se trata de dos botones de muestra, salarios mínimos y reparto del trabajo, que es necesario poner encima de la mesa para su discusión. Lo que ya no aguanta más la sociedad es la dejadez e inacción ante una realidad que si no la revertimos acabará devorándonos a todos, incluyendo a esas élite miopes guiadas por una avaricia desmedida.

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