Cine

Pinocho edulcorado

Florencia es quizá uno de los pocos lugares del mundo donde todaví­a se recuerda más la obra original que la suavizada e insulsa visión que Disney ha popularizado. El «Pinocchio» que el periodista Carlo Collodi escribió, y que encontramos en los puestos y librerí­as de la capital Toscana, no tiene nada que ver con ese ingenuo muñequito de cara redonda e inexplicable sombrero tirolés que la industria americana nos vendió.

El tronco de madera arlante que Geppetto convirtió en marioneta –no había hadas madrinas en la versión original- si era un niño desobediente y mentiroso que quería ser de carne y hueso, pero también era cruel, egoísta y bribón, y su realidad era la de un joven barriobajero que se enfrentaba a las autoridades y sufría la pobreza en la que estaba sumida la región italiana.El escritor, que durante casi dos años elaboro un relato serializado en el “Giornale di Bambini” (El periodico de los niños), pretendía demostrar a los jóvenes la importancia de la honestidad y la obediencia, pero no libró sus relatos de asesinatos, robos ni palizas. El resultado fue un crudo retrato de la difícil vida a la que se enfrentaban los artesanos toscanos y sus hijos desheredados, mas cercano al realismo literario que a la fantasía mágica.El viaje que en los años 30 hizo este texto a California acabaría por vaciar de contenido la obra. Durante tres años estuvieron retocándose tanto los aspectos estéticos del protagonista, que al principio era delgado, larguirucho y de madera oscura, como los conceptuales. El resultado se estrenó en 1940, en lo que fue el segundo largometraje animado de la ya por entonces poderosa productora.El estricto jerifalte Walt Disney fue desechando propuestas una tras otra hasta dar con la versión endulzada que hoy conocemos, y que le ha proporcionado astronómicos beneficios en los 70 años que han pasado desde entonces.Disney comenzó así a forjar su monopolio del mercado infantil, a costa de apropiarse de cuentos populares de origen europeo y revisarlos hasta la saciedad para hacerlos encajar en los valores norteamericanos de los que quería hacer propaganda en plena Segunda Guerra Mundial. Así se ha sustituido hábilmente en el imaginario cultural europeo a los clásicos de la literatura infantil, por las versiones norteamericanas minuciosamente diseñadas como aparato ideológico y cultural, durante el periodo de afianzamiento como gran potencia mundial.

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