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Pensiones públicas: ¿amenaza real o fraude intelectual?

Los constantes anuncios de la insostenibilidad a largo plazo del sistema de pensiones públicas se presentan rodeados de un halo de inmenso rigor que hace creer a la gente común que, efectivamente, no podrán disfrutarlas en el futuro.

Para ello el discurso se suele basar en estudios financiados por entidades financieras en donde se elaboran escenarios a medio y largo para demostrar que la evolución demográfica de nuestras sociedad será incompatible con la financiación de un sistema de pensiones como el que ahora tenemos. Y sin solución de continuidad, a partir de ahí se propone que empiecen ya a recortarse. Lo que, obviamente, lleva a que quien tenga dinero salga corriendo a suscribir fondos de ahorro privados con los que, al mismo tiempo, se hace creer a los ingenuos que podrá tener garantizado su ingreso en la jubilación.

No se dice, sin embargo, que quienes vienen haciendo ese tipo de estudios no han acertado nunca (y nunca quiere decir eso, nunca, ninguna vez) en sus previsiones. Un caso realmente inexplicable: los bancos que se suponen son tan cuidadosos con el dinero no tienen inconveniente en contratar una vez detrás de otra a los mismos economistas que en la ocasión anterior se equivocaron totalmente en su análisis y previsión de la realidad. Lo que evidentemente muestra que su interés no es que ésta se descubra sino, por el contrario, falsearla para vender más cómodamente sus productos financieros.

Por ahí empieza uno de los fraudes intelectuales más vergonzosos de los últimos años, destinado a hacer creer a la gente que el solo hecho de que, afortunadamente, vivamos más años, es causa de que no se puedan financiar en el futuro las pensiones públicas.

Aparentemente resulta muy elemental y riguroso afirmar que si estas últimas se financian, como en España, mediante las cotizaciones de los trabajadores, si el número de éstos disminuye mucho y, al mismo tiempo aumenta el de jubilados, el equilibrio financiero del sistema se resentirá sin remedio.

Pero lo que es a veces muy evidente no refleja siempre la realidad, como ocurre en este caso.

Incluso suponiendo que fuese obligado que las pensiones se financien solo con las cotizaciones (y no por los Presupuestos Generales del Estado, como ocurre en algunos países de nuestro entorno) resulta que hasta el sentido común más elemental nos indica que ese equilibrio financiero no depende solo de la relación entre trabajadores cotizantes y jubilados.

Además del volumen total de empleados influye el cuantía del salario y en general la distribución de la renta, la cuantía de la pensión, o la productividad, por ejemplo.

Por eso es una simpleza y un fraude afirmar que el sistema no será sostenible solo porque habrá más jubilados en relación con los cotizantes porque aumenta nuestra esperanza de vida. Puede ocurrir, y seguramente ocurrirá pues así viene siendo desde hace decenios, que aumente la productividad y que menos trabajadores generen mucho más producto. Y puede suceder que el número tan elevado de parados que hoy hay en nuestra economía disminuya y que, como en años anteriores, el sistema vuelva a registrar superávit. Y es deseable además que se rompa la inercia tan desigualitaria que viene dándose y que una distribución de la renta más equitativa proporcione muchos más recursos al sistema.

Un ejemplo sencillo muestra lo que señalo. Supongamos un país con 100 euros de ingresos cuyo 60% va a los trabajadores y el 40% a los propietarios de capital, que el coste de las pensiones es 17 y que para financiarlas los trabajadores dedican el 30% de su salario.

Con esa distribución de la renta resultará que el sistema tendrá superávit de un euro, puesto que el 30% de los 60 euros que reciben los trabajadores es 18 (frente a 17 que cuestan las pensiones). Sin embargo, si todo permanece igual (el número de trabajadores y el de jubilados) pero el ingreso se distribuye al 50/50, resultará que el sistema de pensiones tendrá un déficit de 2, puesto que el 30% de 50 es 15.

Es fácil deducir entonces que el sistema de pensiones tiene amenazas y bien grandes: que disminuya el número de empleados y, por encima de todo, que baje el salario y que la distribución de la renta se haga cada vez más desfavorable para los trabajadores.

El fraude consiste en hacer creer que las amenazas son otras, que las pensiones son muy generosas y que habrá demasiados jubilados, para proponer entonces medidas para “resolver” la insostenibilidad del sistema que lo que hacen en realidad es hacerlo desaparecer para favorecer la suscripción de fondos de ahorro privados.

Sin embargo, si se hace un análisis realista se llegaría a la conclusión de que lo que de verdad hay que hacer para salvar el sistema (que es lo que quiere casi el 80% de la población) no es recortar pensiones o alargar linealmente la vida laboral y disminuir el carácter solidario del sistema para promover que la gente recurra a los seguros privados (sobre cuya desastrosa evolución y rentabilidad, por cierto, nunca dicen nada los sabios que se dedican a pontificar sobre el supuesto fracaso de las pensiones públicas) sino todo lo contrario: hacer políticas que fomenten el empleo y, sobre todo, mejorar la distribución de la renta que es el verdadero quid de la cuestión.

Si dejamos que los ingresos salariales se sigan deteriorando como hasta ahora no solo haremos que vayan cada vez menos recursos al sistema de pensiones públicas sino que, además, se debilitará la demanda y el mercado interno, disminuirá la actividad y el empleo y se agravará aún más la crisis del sistema. Todo lo contrario de lo que ocurriría si colocamos a la igualdad y el bienestar social como objetivo central de las políticas económicas y no al enriquecimiento continuado de los mismos de siempre, como hasta ahora.

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