Literatura

Onetti: escorzo de un escritor irrepetible

El centenario del nacimiento de Onetti, que se cumple el próximo 1 de julio, bien merece que nos detengamos varios dí­as en un autor que, se diga lo que se diga estas fechas en suplementos literarios y secciones culturales de los periódicos, es y seguirá siendo una incógnita y un desafí­o, y un verdadero quebradero de cabeza para el lector, que no lo tiene nada fácil para hincarle el diente al que es, sin duda, el primer novelista moderno de Hispanoamérica y uno de los escritores esenciales de la lengua española del siglo XX. Y es que Onetti no pertenece a la estirpe «fácil» del realismo mágico, sino a la dura de roer de los Kafka, Faulkner o Borges, literatura de una densidad especial, que no hace ninguna concesión al entretenimiento ni a la pereza. Onetti era un escritor, efectivamente, de una «pasta especial», de los que llevan la literatura en la sangre, como un elixir y como un veneno. O si no, leamos el perfil, o mejor serí­a decir, el «escorzo», con el que nos lo presenta Vargas Llosa, dando cuenta de su primer encuentro con él allá por 1966, en Nueva York, en un congreso del PEN Internacional, presidido por Arthur Miller.

“Vaya sorresa que me llevé al conocer en persona a ese escritor (Vargas Llosa se refiere a Onetti) cuyas historias me habían sugerido una personalidad descollante. Tímido y reservado hasta la mudez, no abrió la boca en las sesiones del congreso e incluso en las reuniones pequeñas, entre amigos, a la hora de las comidas o en el bar, solía permanecer silencioso y reconcentrado, fumando sin descanso. Al terminar la reunión del PEN algunos participantes fuimos invitados a hacer una gira por Estados Unidos y tuve la suerte de formar parte del grupo en el que estaban Martínez Moreno y Onetti. Era un viaje turístico, con visitas a museos, espectáculos y lugares históricos, en los que, por supuesto, Onetti se negó sistemáticamente a poner los pies. Permanecía encerrado en su cuarto de hotel, con una botella de whisky y un alto de novelas policiales, tan desinteresado del programa que uno se preguntaba por qué habría aceptado aquella invitación. Martínez Moreno que era bueno como un pan y se sentía preocupado por el estado depresivo de Onetti, renunció a muchas visitas para no dejarlo solo, temeroso de que su admirado compatriota fuera a hacer alguna tontería peor que emborracharse.Sólo en San Francisco tuve ocasión de charlar con él un poco, en barcitos humosos y oscuros de los alrededores del hotel. Costaba trabajo animarlo a hablar, pero, cuando lo hacía, decía cosas inteligentes, eso sí, impregnadas de una ironía corrosiva o de sarcasmos feroces. Evitaba hablar de sus libros. Al mismo tiempo, detrás de esa hosquedad y esas burlas lapidarias, asomaba algo vulnerable, alguien que, pese a su cultura e imaginación, no estaba preparado para enfrentar la brutalidad de una vida de la que desconfiaba y a la que temía. Una noche en que hablamos de nuestra manera de trabajar, se escandalizó de que yo lo hiciera de manera disciplinada y con horario. Así, me dijo, él no hubiera escrito ni una línea. Él escribía por ráfagas e impulsos, sin premeditación, en papelillos sueltos a veces, muy despacio, palabra por palabra, letra por letra –años más tarde Dolly Onetti me confirmaría que era exactamente así, y tomando a sorbitos, mientras trabajaba, copitas de vino tinto rebajado con agua–, en períodos de gran concentración separados por grandes paréntesis de esterilidad. Y allí pronunció aquella frase, que repetiría después muchas veces: que lo que nos diferenciaba era que yo tenía relaciones matrimoniales con la literatura y él adúlteras. En aquella o alguna otra ocasión durante aquel viaje le pregunté si era cierto que a los escritores jóvenes que conseguían llegar a él a pedirle consejo les recomendaba leer los libros que él detestaba, para ponerlos a prueba, y él, sin negar ni asentir, sonrió feliz: “¿Eso dicen? Qué hijos de puta, ché”.Recuerdo una noche en que los poetas “beakniks” norteamericanos Lawrence Ferlinguetti y Allen Ginsberg, entonces en el apogeo de su popularidad, nos llevaron a Onetti, Martínez Moreno y a mí en un recorrido nocturno por los antros de hippies, artistas, músicos o simplemente bohemios de San Francisco, que nos hablaban de sus experiencias con el peyote, el ácido lisérgico y otros paraísos artificiales con los que se proponían revolucionar el mundo o de las acciones políticas en marcha en defensa de los gays y a favor de la despenalización de las drogas. En todo aquel recorrido alucinatorio por las cuevas, peñas y antros de la contracultura californiana, para mí, lo más irreverente era, sin duda, la actitud de Onetti, quien, con su sempiterna corbata, su saco entallado y sus anteojos de gruesos cristales paseaba sus ojos saltones de infinito aburrimiento sobre todo aquel circo, con una mirada escéptica y el escorzo de una sonrisita flotando por la boca”.“El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti”, de Mario Vargas Llosa, está editado en Alfaguara (2008).

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