Literatura

No es paí­s para viejos

Hace ya muchos años que el gran crí­tico neoyorquino Harold Bloom dictaminó que Cormac McCarthy era el auténtico «heredero de Melville y de Faulkner» en la actual narrativa norteamericana. El paso del tiempo no ha hecho sino darle la razón. En «No es paí­s para viejos» -una de sus últimas obras, llevada recientemente al cine por los hermanos Coen, y con la que Bardem obtuvo el oscar-, McCarthy pone en evidencia su maestrí­a absoluta en una novela que retrata implacablemente el declive moral de Norteamérica.

En “No es aís para viejos” nos movemos, una vez más, por el territorio en el que discurre la mayor parte de la obra de McCarthy: la frontera de Texas con México. Pero en esta novela McCarthy introduce dos novedades relevantes: el paisaje –protagonista indiscutible de obras como “Meridiano de sangre”– deja su primacía claramente a los conflictos humanos; y la acción, en vez de retrotraerse a un pasado más o menos lejano, discurre en un período inusualmente próximo: los años 80 del siglo XX, años cruciales para EEUU, años de riguroso declive y hondo desgarro interno tras la pesadilla de Vietnam. En esas precisas coordenadas de espacio y tiempo, McCarthy nos enfrenta al cruce brutal de tres destinos que se entrelazan de forma accidental. Uno de ellos es Llewelyn Moss, un ex combatiente de Vietnam que por casualidad es testigo de una sangrienta reyerta entre narcotraficantes en pleno desierto. Moss encuentra entre los cadáveres un buen alijo de heroína y un maletín con más de dos millones de dólares: abandona la droga, pero no puede sustraerse a la tentación de llevarse el dinero, y con él la oscura y terrible sospecha de que será perseguido sin remedio y sin refugio hasta que le den, inevitablemente, caza. Y a su caza, en efecto, se dedica, entre otros, Anton Chigurh, una verdadera máquina de matar, la encarnación apocalíptica y moderna de un Mal mil veces más terrible e incomprensible de todo lo que ha existido hasta ahora. O al menos así lo ve el tercer personaje de la historia, el sheriff Bell, un veterano de la segunda guerra mundial, que trata inútilmente de salvar a Moss de la implacable persecución de Chigurh, persecución que va dejando un salvaje reguero de sangre que golpea implacablemente la conciencia impotente del sheriff. Toda la novela está a su vez enmarcada por el monólogo interior de Bell, la voz de una conciencia “vieja” que reflexiona sobre el pasado y el presente, que contrasta lo viejo y lo nuevo, que se interroga sobre el pavoroso devenir de Estados Unidos y trata –inútilmente de entender qué ha pasado y el horror que le rodea. En segundo plano, dos mujeres completan el escenario apasionante de la novela: Carla Jean, la chica de Moss, que se juega literalmente la vida a cara o cruz en su encuentro con Chigurh, y Loreta, la mujer del sheriff, su apoyo y verdadero sostén, la única que quizá sobrevive sin rendirse o ser aniquilada en esta trágica historia. Escrita con una economía de medios proverbial: frases cortas, párrafos breves, diálogos escuetos y eléctricos (como en la mejor tradición de la novela negra americana), la novela tiene una tensión y un ritmo verdaderamente absorbentes. Una vez leída la primera página es imposible soltarla hasta el final Un final sin duda amargo, desesperanzado, quizá trágico, porque lo que McCarthy viene a sostener es una terrible verdad: las cosas han llegado ya tan lejos, que quizá ya no tengan remedio. ¿Quién y cómo se va a acabar con los Chigurh que dominan ya, no sólo el “templo del mal” (la droga), sino los pasillos más inaccesibles del poder?

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