40º aniversario del estreno de "El Padrino"

«No es nada personal. Son sólo negocios»

«El Padrino» no es una pelí­cula sobre la mafia. Los Corleone es el espejo invertido que Coppola utiliza para hablar de lo innombrable, para dibujar, sin apenas mencionarla, las entrañas del monstruo, la gran burguesí­a norteamericana.

La tragedia de América

Si nos acercamos a “El Padrino” como a una película que retrata magistralmente los códigos de una familia mafiosa, no entenderemos nada.

Mejor sigamos a su director, Francis Ford Coppla, cuando confiesa que el tema de “El Padrino” no es otro que “la tragedia de América”. ¿Cuál es esa “tragedia”?

Coppola fue mucho más explícito en una entrevista concedida en 1.980: “Tanto la mafia como EEUU se consideran básicamente organizaciones benéficas. Ambos tienen las manos manchadas con la sangre de lo que tienen que hacer para proteger su poder y sus intereses. Ambos son fenómenos totalmente capitalistas y tienen como único motivo el beneficio económico. Pero Estados Unidos malgasta a su gente y hace cambalaches con ella. Miramos a nuestro país como nuestro protector, y está embaucándonos, mintiéndonos”.

Situémonos el día del estreno de “El Padrino”, el 19 de marzo de 1.972. Ya no estamos en los años cincuenta. EEUU está sufriendo una severa derrota en Vietnam. Para los sectores más conscientes, que se han movilizado contra la guerra, el “sueño américano” ha quedado pulverizado.

Hasta lo más sagrado se tambalea. Un presidente, JFK, ha sido asesinado por convertirse en un obstáculo para los proyectos del complejo militar-industrial. Otro, Nixon, había sido sacrificado políticamente –el escándalo Watergate estalló quince días antes del estreno de “El Padrino”-, ofreciendo a los ojos del mundo la imagen de que la Casa Blanca está ocupado por mentiroso compulsivo, desprestigiando lo que hasta entonces había sido poco menos que una figura totémica para todos los norteamericanos.

No es casualidad que “El Padrino” empiece justamente por aquí. Las primeras palabras de la película –“Creo en América.

Mi hija ha recibido una educación americana”- son paradójicamente pronunciadas por Amerigo Bonassera –literalmente “Adios América”-, un funerario que quiere comprar al Padrino la venganza después de que los violadores de su hija hayan sido vergonzosamente absueltos por la justicia.

Vito Corleone le reprocha su “ingratitud”, y su ingenuidad: “Tu no querías mezclarte con nosotros. Tú pensabas que la ley y la policía te protegían. Y ahora vienes a pedirme que mate por dinero… y ni siquiera me has llamado Padrino”.

Todas las cartas están encima de la mesa desde la primera escena. La fría desnudez de la auténtica naturaleza de la ley, la justicia o la policía –“me pides que mate por dinero”-. La quiebra definitiva de un “sueño américano” que la pequeña burguesía pensaba iba a ser la protección eterna para su ascenso social.«Coppola se fija en la mafia porque le permite contar la verdad abiertamente. Ellos son asesinos, y lo reconocen.»

Todo había quedado sepultado. El velo que ocultaba a los ojos de muchos la naturaleza del capitalismo norteamericano, de la dominación mundial de los EEUU, ha sido descorrido.

Ahora podemos empezar a conocer la verdad. El implacable tic-tac del beneficio

Coppola se fija en la mafia porque le permite contar la verdad de la forma más franca, abierta e implacable.Entre las familias mafiosas no funcionan los mensajes hipócritas, la doblez hipócrita con que las respetables clases dominantes esconden sus crímenes.

Ellos son asesinos, y lo reconocen abiertamente. Es su negocio, e intentan hacerlo lo mejor posible.

Tal y como plantean los jefes mafiosos en el momento de sellar la paz tras una orgía de sangre: “No es necesario que nos demos garantías. Somos hombres de palabra. Al fin y al cabo no somos abogados”.

Y este es el “leiv motiv” que se repite una y otra vez en El Padrino. “No es una cuestión personal. Son solo negocios”.Cada asesinato, cada crimen, cada vida segada, está justificado. No por bellas palabras. Simplemente porque era necesario para el negocio. Al fin y al cabo… ¿en qué pensaban ustedes que consistían los negocios?

Cuando Vito Corleone pide que del asesinato de los violadores de la hija de Bonassera, “se encargue gente de confianza. Que no se ensañen. No somos asesinos”.

Cuando el capo mafioso rival que acaba de atentar contra el Padrino pide una tregua bajo el argumento de que “no me gusta la violencia. La sangre sale muy cara”.

Cuando Vito Corleone y Bruno Tatagila se abrazan tras haber asesinado cada uno de ellos al hijo de su rival. Firman la paz y renuncian a cualquier tipo de venganza porque así lo exigen los negocios. Primero las muertes, y luego la reconciliación.

Cuando Michael asume su papel, y se encarga de matar a los que intentaron matar a su padre, repite otra vez: “no es nada personal. Son sólo negocios”.

Toda una radiografía del capitalismo, todo un manifiesto sobre la auténtica naturaleza de esa superpotencia que, en palabras de Coppola, “tiene las manos manchadas de sangre para proteger su poder”, se nos ofrece a través de la implacable repetición: “no es nada personal, son solo negocios”.

¿Demasiado salvaje? ¿O, como le espetó Inocencio X a Velázquez después de haber pintado al Papa con la mirada implacable de un señor terrenal, “troppo vero”, “demasiado verdadero”?

Podemos recordar al presidente de la Bayer negándose a ceder las patentes de los medicamentos contra el sida a menor precio, a pesar de que eso iba a costar millones de muerte, bajo la sentencia de que “yo me debo únicamente al beneficio de mis accionistas”.«Todo en “El Padrino” es importante. Nada es accesorio. Todos los detalles tienen un secreto por descubrir»

Podemos mencionar a la presidenta del FMI alertando contra “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”, y exigiendo el recorte de las pensiones.

Podemos recordar tantos casos que no vamos a mencionar ninguno más.

En cada uno de ellos resuena la voz que nos dice: “no es nada personal, son sólo negocios”.

Así es el capitalismo. Y así nos lo cuenta Coppola.

Hasta llegar a la prodigiosa escena final. Toda una orgia de sangre y muerte concatenada con la solemne imagen de un bautizo donde Michael, el cerebro de la carnicería, ejerce de padrino bendecido por la Iglesia.

Cuanto más respetable es la fachada, más tenebrosos son los sótanos.

Shakespeare en Wall Street

Coppola suele contar que el argumento de “El Padrino” le recordaba a una tragedia de Shakespeare, concretamente a “El rey Lear”.

Y, realmente, ambas obras comparten, más allá de las semejanzas argumentales, la misma sustancia.

El trasfondo recurrente de las tragedias de Shakespeare nos remite a esa Lady Macbeth entronizada como reina gracias a un crimen, y finalmente enloquecida tratando de limpiar inútilmente de sus manos el “profundo carmesí” de la sangre del asesinato primigenio.

“El Padrino” es Shakespeare en Wall Street, en la Casa Blanca, en cada uno de los rincones donde descansa el poder de la superpotencia. Allí donde se disfruta el poder “manchado de sangre”, como el mismo Coppola reconoce, que impone su dominio al conjunto del planeta.

La obra de Coppola tiene un aliento trágico que se levanta sobre los mismos personajes. La transformación personal de

Michael Corleone es el retorcido recorrido que impone el poder. En las escenas iniciales es presentado con los vivos colores de su casaca de héroe de guerra, renegando del “crimen ilegal” que su familia comete diariamente. Pero no puede escapar de las implacables leyes que le empujan, tras un bautismo de fuego –siempre el ascenso al poder certificado con un crimen- a convertirse en el nuevo padrino. El Michael de las escenas finales ha sufrido incluso una conversión física. Ahora se rodea de colores oscuros, su gesto se ha vuelto severo sus palabras cortantes.

Pero el corazón de la tragedia, el auténtico corazón de las tinieblas, no está en aquella familia mafiosa cuyos miembros son capaces de asesinar en el mismo viaje en que recogen los canneloni encargados por su mujer.

Muchos críticos y analistas especulan sobre las razones de que nos sintamos irremediablemente identificados con aquella familia de asesinos mafiosos que nunca disfrazan su carácter criminal.

La razón es muy sencilla. Lo que hay “por arriba”, y que se reviste con la civilizada fachada de la respetabilidad, nos repugna muchísimo más.

Vito Corleone tiene conciencia de habitar los márgenes del poder. No se siente un ser omnipotente. Renuncia a entrar en el negocio de las drogas porque ese es un negocio que podría incomodar a los mismos que les permiten enriquecerse con el juego.

Y tiene una sola aspiración, que su familia pueda visitar algún día esos salones donde se reúne la gente verdaderamente importante.

Botín dijo en su día que “en España muchos presumen de ricos, pero verdaderamente ricos solo lo somos unos pocos”. Vito Corleone sabe que muchos capos mafiosos presumen de su poder, pero que quienes son “realmente poderosos” son otros.

Y esos, la clase dominante norteamericana, son los que aparecen magistralmente dibujados en “El Padrino” sin necesidad siquiera de referirse demasiado a ellos.

Cada vez que aparece, aunque sea tangencialmente, alguien que encarna a alguna de las “instituciones respetables”, se retrata en su solo trazo su carácter.

El Nueva York de “El Padrino” enlaza con la Poisonville –la ciudad del veneno- de Dashiel Hammett en “Cosecha roja”.

Como allí, los policías, senadores o periodistas “están en nómina”. No es que sean “individuos corruptos” –tranquilizadora explicación- es que esta es su naturaleza, ser los instrumentos a través de los cuales se ejerce el poder.

Cuando, en la tercera parte, la familia Corleone consiga por fin incrustrarse en ese auténtico círculo de poder, arrastrada en la vorágine del Banco Ambrosiano y la Logia P2, tentáculos de la Red Gladio con que EEUU recondujo brutalmente el rumbo de Italia, será triturada y devorada por el auténtico corazón de las tinieblas.

Definitivamente, “El Padrino” no es una película sobre la mafia. Trata de asuntos que nos atañen mucho más, y que siguen hoy decidiendo nuestras vidas.

Una lección de cine

“El Padrino” es también, y sobre todo, una lección de cine. No hay nada accesorio, nada es ni formal ni prescindible. Todos y cada uno de los elementos de la película se transforman en un elemento narrativo clave. Todo, hasta el más mínimo detalle, nos cuenta algo, nos dice cosas que esperan ser descubiertas.

Hasta conseguir eso tan difícil e inaprensible como crear toda una atmósfera que envuelve cada fotograma, y que casi podemos tocar, oler, sentir.

Transformando “El Padrino” en una película hipnótica, que no quiere convencerte sino subyugarte. Y que así, atraídos siempre hacia el borde del abismo donde jamás quisimos asomarnos, el contenido de la historia se afila hasta cortar tan solo con mirarlo.

“El Padrino” es un guión cincelado según el “método Lubitch” –“es muy bueno, pero podría ser mejor”-, donde cada diálogo duele, donde cada escena aporta material suficiente para construir una película.

Pero también unos actores en estado de gracia. La presencia siempre apabullante de Marlon Brando, llenando la pantalla, sabiendo dar a Vito Corleone una dimensión de patriarca casi totémico. La contenida y sutil interpretación de Al Pacino, que sabe encarnar un personaje que se transforma, también personalmente, en su viaje hacia las entrañas del poder. La insustituible presencia de secundarios como Robert Duvall, James Caan o Sterlyng Hyden, retornando desde la mejor tradición del cine negro.

Pero la película no podría funcionar sin la excepcional música de Nino Rota, tan poética como inquietante, que no podemos dejar de escuchar aunque sepamos que al final del camino vamos a encontrar un cadáver.

Y no podría prescindir de la excepcional fotografía de Gordon Willis, tenebrista cuando debe enfrentarse a las entrañas del mal, vitalista cuando debe dibujar esa Sicilia transformada en paraíso mediterráneo brutalmente arrebatado.Disfruten de “El Padrino”. Disfruten del cine con mayúsculas.

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