Olimpiadas: de Atenas a Londres

Mucho más que deporte

Las olimpiadas son uno de los fenómenos más importantes de la cultura de masas. En ellas podemos rastrear claves polí­ticas, ideológicas… que nos ayudan a entender la sustancia del mundo en que vivimos.

Pasado frente a futuro

“Un país con más pasado que futuro”. Así de certeramente definió la ceremonia inaugural del Londres 2012 un reputado comentarista.

Y no le faltaba razón. Hace cuatro años nos encontramos en Pekín con una apabullante demostración de un país que tiene la mirada puesta en el futuro. Anunciaba lo que China podía ofrecer al mundo, no hoy, sino mañana.

Para presentar al planeta glorias universales, la vieja Inglaterra tuvo que mirar al ayer -a la revolución industrial, propiedad de los libros de historia y agrietado emblema de un pasado imperial ya inexistente-. O, si quería referirse al hoy, sólo pudo mencionar los más superficiales logros de la cultura de masas, desde el pop británico más domesticado a unas redes sociales concebidas como mero producto de consumo rápido.

Shakesperare -el culmen de la cultura británica, su mayor aportación al pensamiento de la humanidad- apenas pasó de puntillas. Su concepción del poder como un crimen original que necesita cada día su ración de sangre, es indigerible para las élites de la City londinense. Se ven demasiado reflejadas en Lady Macbeth, tan ebria de maldad que ha perdido la razón.

Pekín se abrió al mundo, porque tiene mucho que ofrecer. Londres, incapaz ya de ofrecer nada, sólo pudo mirarse el ombligo durante toda la ceremonia, obligándonos a todos a ese ejercicio onanista.

Pero Londres 2012, al margen de los logros deportivos de los atletas, es un breve paréntesis prescindible entre Pekín 2008 y Rio 2016. Una intromisión del pasado decadente entre la energía de la emergencia futura.

Desde la Segunda Guerra Mundial hasta 2008, todas las Olimpiadas se habían celebrado bajo el reinado de las superpotencias. Las contadas ocasiones en que la llama olímpica había viajado al Tercer Mundo contaban como graciosas concesiones imperiales. En México 68, plantando la bota militar en el país más controlado del patio trasero norteamericano. En Seul 98, honrando con un premio a la avanzadilla militar norteamericana en el Lejano Oriente.

Pero los tiempos no están cambiando, ya lo han hecho de forma irreversible. Y las olimpiadas no pueden ser ajenas a este terremoto.

China y Brasil, la principal potencia emergente del Tercer Mundo y la mejor representación de un mundo hispano que está levando amarras respecto a Washington y reclama el protagonismo universal que le corresponde.

Estas dos imágenes del futuro enmarcan la decrépita postal londinense. Que no parece interesar a muchos. De hecho, la afluencia de turistas no solo no ha aumentado, sino que ha descendido hasta un 30% respecto a las cifras habituales. Lo que para los hoteles y tiendas londinenses es una debacle económica, para la vieja Inglaterra -y para su patrón norteamericano- es una sonora derrota política. El “atractivo del modo de vida americano” -en su derivación británica-, ha perdido ante los ojos del mundo mucho de su poder de fascinación.

La transferencia de poder no solo se mide en el medallero, dominado con insultante hegemonía por China. Las individualidades también le vuelven la espada a Washington. La inconmensurable hazaña de Michael Phelps, convertido en el deportista con más medallas de los juegos, ha quedado eclipsada por la irrupción de Ye Shiwen, el nuevo fenómeno de la natación china, una mujer capaz de igualar los registros de los hombres.

Vivimos un momento de cambio. Y las leyes más sagradas, las que regían el “orden natural” de las cosas, parecen desmoronarse ante la emergencia de un nuevo orden.«La “idealización” del deporte, separado de la realidad social y tomado como un compendio de “virtudes eternas”, no puede ser más errónea»De Atenas a Londres

Se tiende a unir en un mismo hilo de continuidad las olimpiadas antiguas de la Grecia clásica con los modernos Juegos. Nada más lejos de la realidad. El sentido de las olimpiadas, y la misma concepción del deporte, son radicalmente distintas.

La idealización de los juegos clásicos -presentados como un compendio de “virtudes eternas”- casa muy mal con la realidad histórica.

Las olimpiadas griegas celebran la victoria de Zeus contra los titanes, y especialmente frente a su padre Cronos. Conmemoran la victoria de los nuevos dioses -representantes del entonces nuevo orden esclavista- frente a las antiguas deidades, encarnaciones de las fuerzas de la naturaleza todavía por dominar.

Y se otorga a Heracles, mitad hombre, mitad dios, la paternidad de las olimpiadas. Uniendo a los “hombres libres”, especialmente a la aristocracia esclavista, con la divinidad.

Patrocinado por el Estado, en los juegos antiguos solo podían participar los hombres, griegos y ciudadanos libres. Y su celebración idealizaba las virtudes militares, fuente de nuevos esclavos a través de la guerra y sostén del Estado a través de la organización de la milicia.

Estaban revestidos de un fuerte componente religioso, pero las olimpiadas, también en la Grecia clásica, hundían sus raíces en el orden social imperante.

Su defunción también es explicable en estos términos. Fueron abolidos por el emperador Teodosio en el 393 d.c. El cristianismo, transformado en ideología de Estado -y así será durante más de 1.000 años- consideraba inmoral la exhibición pública de los cuerpos desnudos de los atletas. El culto al cuerpo fue proscrito, había que encerrar a la carne en la cárcel del pecado.

Fue necesaria la caída del feudalismo, y la irrupción de la burguesía como clase dominante, para que las Olimpiadas resucitarán, pero bajo una sustancia muy diferente.

Hoy el deporte se mide por un concepto inexistente en la antigüedad, el “récord”. No es suficiente con ganar. Es necesario ir permanentemente más lejos. El mismo lema olímpico lo proclama: Citius, Altius, Fortius -”más rápido, más alto, más fuerte”-.

La competencia propia del capitalismo, que obliga a ir siempre más allá, a revolucionar incesantemente las fuerzas productivas, condiciona nuestra concepción del deporte.

La “sociedad de consumo”, propia del capitalismo monopolista, permite que el deporte pase de ser una mera práctica lúdica a convertirse en un fenómeno social de primer orden.

La “globalización” que impone el capitalismo desde sus orígenes hace posible unos juegos verdaderamente universales.

Sobre estas bases surgen las olimpiadas modernas. Mucho más que deporte. Uno de los ejemplos más conseguidos de la cultura de masas.

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