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Montoro, la inflación y los impuestos

Kierkegaard empleaba de forma despectiva el término profesor para designar a aquellos que en lugar de pensar (filosofar) se limitaban a repetir de manera mimética el manual. En teoría económica hay muchos a los que podíamos asignar tal apelativo ya que se dedican a reiterar los mismos eslóganes y proposiciones aun cuando hayan cambiado las circunstancias. Sin discurrir y reflexionar, aplican el catecismo.

El ministro de Hacienda es profesor de Economía y tiene propensión a usar el manual, pero la vida y la realidad van más allá de los libros de texto, y las aseveraciones generales solo son aplicables según y cómo. En la presentación de los Presupuestos ha tirado de ese tópico manido de que la inflación es el impuesto más injusto, expresión que suelen reproducir con éxtasis los tertulianos, periodistas y profesores sin considerar las circunstancias y sin la mínima discriminación, con lo que superan a la escolástica en cerrazón y dogmatismo. Los representantes de la vieja escolástica, al menos, al plantearse cualquier cuestión comenzaban “distinguiendo”, lo que constituía una forma de reconocer que todos los problemas son complejos y no caben las soluciones simples de sí o no.

Atribuir el carácter de impuesto a la inflación es un tema viejo, que he tratado ya desde estas páginas, pero, dado que el tópico goza de amplia aceptación, y teniendo en cuenta las conclusiones erróneas a las que conduce y cómo se utiliza para justificar las medidas más injustas, creo conveniente insistir. Ante la cuestión de si la inflación es un impuesto habría que contestar como los antiguos escolásticos diciendo “distingo”. Solo lo es de manera impropia y cuando el Estado es el que emite la totalidad del dinero, situación totalmente alejada de la actual.

El problema de la inflación, junto con la cuestión de a quién perjudica y a quién beneficia, hay que abordarlo desde una perspectiva más amplia. Es preciso comenzar considerando que no hay uno sino múltiples precios con comportamientos dispares y que lo que llamamos inflación es la media de la evolución de todos ellos. Lo realmente importante son los precios relativos de los diferentes productos, y sobre todo la relación que guardan con los salarios, los tipos de interés y el tipo de cambio. Lo relevante no son las magnitudes absolutas, sino las relativas; de tal forma que si la variación de todas esas variables fuese idéntica el reparto de la renta permanecería constante y no habría ganadores ni perdedores.

Pero esta hipótesis resulta bastante improbable, por lo que dependiendo de cuál sea la divergencia entre estas variables se producirán trasferencias de recursos de unos a otros colectivos. Si los precios suben en mayor medida que el tipo de interés, los beneficiados serán los deudores y los perjudicados los acreedores. Y aquí se incardina como caso muy particular el mito de considerar la inflación como un impuesto: si suponemos que el dinero es un pasivo del Estado por el que no se paga interés alguno, toda subida de precios perjudicaría a los tenedores de efectivo y beneficiaría a las arcas públicas, luego se podría entender como un gravamen que afecta a todo aquel que mantiene dinero en efectivo. Pero las condiciones actuales son totalmente diferentes, hoy el dinero lo crea el BCE, y en mucha mayor medida la banca privada. Y por otra parte, ¿por qué reducir el análisis al dinero y no generalizar el impacto de la subida de los precios a los tenedores de todo tipo de activos y pasivos?

Si los precios suben más que los salarios, la transferencia de recursos se realiza de los trabajadores a los empresarios, lo que supone una grave injusticia aunque no pueda recibir la calificación de tributo, injusticia que no depende tanto de cuál sea la tasa de inflación como de la diferencia de esta con el incremento o decremento de los salarios.

El ministro, con la finalidad de ensalzar la política seguida por el Gobierno, afirmó el otro día en las Cortes que la inflación se sitúa a niveles históricamente bajos, lo que permite “vivir una devaluación sin reducir el cambio de moneda”, para a continuación defender que “el peor impuesto es la inflación”. Es cierto que las tasas de inflación están siendo excepcionalmente bajas, pero no solo en España sino en toda Europa, y hay que recordar una vez más que lo importante a efectos de mejorar la competitividad no es el valor absoluto, sino el diferencial con nuestros socios europeos. La devaluación interna se está produciendo, pero en bastante menor medida del que habría provocado una devaluación mediante el tipo de cambio; y sobre todo se está realizando a base de un gran sacrificio, a través de una enorme tasa de paro y con una pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores, ya que la moderación de los salarios (con la misma expresión que emplea el ministro) ha sido mucho mayor que la de los precios. ¿Qué importa que la inflación sea baja si los salarios crecen menos o incluso disminuyen en términos monetarios? Esto sí que compromete seriamente la equidad aun cuando no se trate de ningún impuesto.

El ministro no debería estar orgulloso de lo que llama “devaluación sin reducir el tipo de cambio”, es decir, deflación interna basada principalmente en la bajada salarios. Comporta una gran injusticia ya que (al contrario de la depreciación de la moneda, que es neutral) afecta a los ciudadanos de manera desigual haciendo recaer el coste sobre las clases más desfavorecidas. Además, sus resultados son más imprevisibles, actúa de forma caótica y sobre todo deja intactas las deudas exteriores. Una tasa de inflación reducida no siempre se puede considerar positiva, no lo es si se consigue a base de hundir la demanda y el crecimiento, y conlleva además una reducción de salarios mucho mayor.

En la época actual, con permiso del ministro, no se puede tildar a la inflación de impuesto. Pero lo que sí puede recibir tal calificativo es la no actualización de las pensiones, de otras prestaciones y de los sueldos de los funcionarios. Los ingresos del Estado están indexados por la inflación, de manera que la recaudación se incrementa de forma automática por la subida de los precios; el no hacer lo mismo con los gastos representa un beneficio para la Hacienda Pública y un perjuicio para los perceptores de prestaciones, empezando por los pensionistas, y para los empleados públicos, en definitiva, un impuesto que recae sobre estos colectivos. Un impuesto totalmente injusto puesto que es discriminatorio y afecta además en mayor medida a las clases humildes.

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