SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Mentiras catalanas

El discurso del nacionalismo catalán se asienta y gira sobre una serie de mentiras, que el otro día, como no podía ser menos, se hicieron presentes en el Congreso. Entre ellas, no es desde luego la menor la de aquellos que reclamando y apostando por el referéndum pretenden convencernos de su inocencia e inocuidad y se empeñan en asegurarnos que no se formula en clave soberanista ni se busca la independencia de Cataluña (es difícil que ellos mismos se lo crean). Es un comienzo, dicen, para empezar a negociar. ¿Negociar qué y entre quiénes?, porque, en el mejor de los casos, se trata de usar el referéndum como elemento de chantaje para privilegiar a una parte del Estado frente al resto.

Porque, no nos engañemos, lo que subyace en el nacionalismo catalán es el rechazo a la política redistributiva del Estado. Conviene recordar cómo empezó todo este tema del referéndum: con la llegada a Madrid del muy honorable presidente de la Generalitat para exigir al presidente del Gobierno un concierto económico como el que disfrutan injustamente el País Vasco y Navarra. De haberse aceptado sus pretensiones, no nos veríamos en la situación actual y nadie hablaría de independencia. Lo que interesa realmente es romper la unidad de la hacienda pública y eliminar así, o al menos dejarla reducida a su mínima expresión, la solidaridad interterritorial.

Por eso en el debate del pasado día ocho resultaba tan patético el discurso de Esquerra Republicana y de Iniciativa per Catalunya (tampoco la postura de IU ha sido muy desenfadada) intentando convencernos de que sus reivindicaciones nacionalistas iban entrelazadas con las sociales, cuando no es que solamente no vayan unidas, sino que, además, son contradictorias. Como dijo alguno de ellos, aquí no hay explotación interterritorial, sino de clase. Totalmente cierto, pero por eso mismo no se entiende que en unos momentos tan críticos como los actuales para las clases bajas sus reivindicaciones sean territoriales, ya que, en todo caso, de haber alguna explotación en este terreno será de las regiones ricas sobre las pobres. El discurso de que Cataluña, con una renta per cápita muy superior a la media española e incluso a la europea, es explotada por el resto de España solo podría inducir a risa si no fuera porque con la complicidad de los medios de comunicación y con el dinero público se logra intoxicar a una parte de la sociedad.

Es, sin embargo, un discurso que con mayor o menor intensidad va afianzándose en Europa, donde la rica Italia del Norte rechaza a la menos desarrollada del Sur y los Estados prósperos del Oeste de Alemania se quejan de los muchos recursos que tienen que transferir a los orientales más atrasados. Tales planteamientos están propiciados, sin duda, por el nefasto diseño con el que se ha configurado la Unión Europea: prescindir del Estado a nivel europeo pero propiciando determinadas unidades como la de la moneda, la del mercado o la de la circulación libre del capital, que son propias de una unión política. Si se niegan la cohesión y la redistribución entre los países de la Unión Europea, ¿por qué exigirlas entre las regiones de un mismo Estado? Lo que molesta de verdad al nacionalismo -al catalán y al de otras latitudes- es la hacienda pública común, y aspira a que no exista, al igual que no existe en Europa. Por cierto, alguien en IU debería explicar cómo se puede pedir la unión fiscal en Europa y estar al mismo tiempo a favor de trocear la hacienda pública española.

Los representantes de las tres formaciones políticas que proponían el referéndum, rezumaban mesianismo en sus intervenciones, cuando no se creían, como aquel que recurrió al “Eppur si muove” de Galileo, militantes de la verdad absoluta enfrentados a esa nueva inquisición del Congreso. Se sentían profetas de un pueblo oprimido, el catalán, los únicos representantes legítimos de la sociedad catalana, y se escucharon con frecuencia expresiones como “clamor de todo un pueblo”, “no se puede ir contra la voluntad de toda una nación”, etc.

Al margen de que habría mucho que hablar sobre la noción de pueblo o nación, conceptos que, a diferencia del de Estado, son muy difíciles de definir y de delimitar, centrándonos en lo que a la representación se refiere ninguna es absoluta. Al igual que los poderes en el mundo civil y mercantil se conceden con finalidades concretas y condiciones limitadas. A los ciudadanos que viven en Cataluña les representan los eurodiputados españoles, los diputados nacionales, los del Parlament y hasta los alcaldes y concejales de los distintos municipios, cada uno de ellos en su ámbito competencial y en el marco de las reglas de juego. No hay mandatos universales e incondicionales.

Pero es que, además, entrando en el cálculo numérico, los tres partidos que presentaban la proposición obtuvieron conjuntamente el 54,25% de los votos emitidos en las pasadas elecciones autonómicas y, como la participación fue del 70%, se puede decir que tuvieron la adhesión del 37,73% del cuerpo electoral, porcentaje que les da sin duda la legitimidad para gobernar la Generalitat según las reglas establecidas. Perlo de ahí a afirmar que todos los catalanes piensan como ellos y que la independencia es un clamor de toda la sociedad catalana va mucha diferencia. Incluso muchos de los que les votaron pueden estar en desacuerdo con esta idea, pues es de sobra conocido que últimamente en este país se vota más en contra que a favor.

Paradójicamente, Alfred Bosch, portavoz de Esquerra Republicana en el Congreso de los diputados, puso en duda en su intervención la representatividad de los diputados que se inclinaban por el “no” y optó por dirigirse directamente al pueblo español. No negaré los defectos que tiene la democracia representativa, pero, hoy por hoy, no parece que se haya inventado otro régimen mejor. En cualquier caso, retornemos a los números. Entre PP, PSOE y UPD, mal que a algunos nos pese, obtuvieron en las pasadas elecciones el 87,52% de los votos emitidos que, con una participación del 71,69%, representa el 62, 74% del total. Si fuese cierto lo que el señor Bosch dice de que no son representativos de la sociedad española, no sé qué habría que decir de los partidos que proponían la consulta que solo obtuvieron el apoyo del 37,73% de los electores catalanes.

Hoy se habla mucho de consenso; incluso se pone como ejemplo el talante de diálogo y acuerdo que presidió la Transición, aunque se ha profundizado poco en los que ello representó. La Constitución fue ante todo un pacto de una España, como se dice ahora, plural, un pacto entre izquierdas y derechas, entre los del antiguo régimen y los antifranquistas y también entre jacobinos y nacionalistas. Se ha dicho que la Constitución es de todos; es de todos porque no era de nadie y a nadie convencía de forma absoluta. Nadie estaba con ella al cien por cien. Todos, absolutamente todos, tuvimos que renunciar a parte de nuestras pretensiones y asumir otras que no compartíamos. Muchos, un gran número de españoles, me atrevo a decir que la mayoría, tuvimos que aceptar las Autonomías para que los nacionalistas se sintiesen medianamente a gusto, y para que Mas pueda ser ahora presidente de la Generalitat.

Ahora bien, es ese carácter de pacto que tiene la Constitución el que exige que, como todo pacto, no se pueda romper unilateralmente. Se puede reformar, sí, pero por acuerdo y cumpliendo los procedimientos establecidos en el propio pacto. El problema es si hoy estamos dispuestos a llegar a un consenso parecido al de ayer, consenso que exigiría como entonces la renuncia mutua y que resulta imposible cuando una parte lo plantea únicamente en clave de ganancia y de conseguir una situación de privilegio con respecto al resto de España.

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